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La higuera

Jueves, 1 de enero 1970

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Uno también regresa adonde nunca había estado. Y esto no es un oxímoron ni un contrasentido. Todos hemos llegado por vez primera a ciudades en las que nos sentimos como en casa. Viajar es aprender a sorprenderte, a saber que se repiten las mismas personalidades y los mismos roles en todas partes, y también es una cura de humildad cuando sales a la calle y no te conoce absolutamente nadie, y te sientes libre de presiones o de tener que interpretar un papel que muchas veces no te pertenece. Viajar es tan importante como leer. Y a veces ni siquiera hace falta que te levantes del sillón para partir lejos. Es como lo del regreso que decía al principio. Porque quien viaja una vez ya lo hace para siempre en su recuerdo, o aprende a evocar vivencias detrás de las paredes o de las fronteras que le encierran.

Un amigo que se había marchado hace mucho tiempo regresó buscando su casa de la infancia en las afueras de un pueblo de esta isla. No sabía nada de él hacía décadas, pero nos encontramos en esas redes sociales que a veces sirven para algo más que estar bobiando o viendo pasar el tiempo en la parpadeante mentira de las pantallas. Lo acompañé atravesando rastrojos y caminos que habían desaparecido entre la maleza. Cuando llegamos donde estaba aquella casa solo había un árbol y muchas zarzas y hierbajos por todas partes. Quedaban los muros de lo que un día había sido la habitación de sus padres. Todo lo demás era una gran higuera que en el mes de marzo estaba sin hojas y sin frutos, como un osario a la intemperie bajo un cielo que parecía de verano. Los padres de mi amigo eran aparceros que fueron cambiando de tierras y de casas durante años, pero en aquella casa se asentaron casi una década, y fue allí donde este amigo acudió al colegio, leyó los primeros libros y coleccionó estampas que intercambiábamos en la plaza del pueblo o a la salida de misa los domingos.

Todavía estaba el nisperero que había en el jardín. Sus hojas rozaban la higuera que ocupaba casi todo el espacio en el que había estado la casa. Había nísperos. Nos los comimos directamente del árbol. Es como único me saben los nísperos, una fruta silvestre como la mora o el higo que uno agradece siempre en los caminos y que cada vez que pruebo me devuelve al jardín de la casa de mi abuela. Mi amigo lleva muchos años fuera de la isla. Vive en otro continente y llevaba toda su vida recreando cada metro de esa casa que ya no existe. No hizo falta que me dijera nada. Me alejé unos metros y lo dejé solo. Sus padres murieron hace años y su única hermana vive en la Península. De lejos solo escuchaba el canto de los pájaros que revoloteaban entre la higuera desnuda y el nisperero. Mi amigo andaba despacio con las manos en los bolsillos y la mirada perdida en otro tiempo.

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