Los finados del cólera
«La memoria de epidemias y hambrunas, que diezmaron a la población de forma significativa, o que afectaron cruelmente la economía y los medios de vida de los insulares, siempre estuvo muy presente»
La celebración del 'día de finados', o de la 'noche de difuntos', junto a las costumbres mas arraigadas y tradicionales, que recordaba Domingo J. Navarro, ... como jugar a la perinola, comer dulces y castañas, beber vino rancio y licores o contar cuentecillos chistosos, tienen también otras sugerentes formas de expresión, como ha sido, entre otras, la representación del 'Don Juan Tenorio', antiguamente algunos autos sacramentales, o las sugestivas rondas de los 'Ranchos de Ánimas', aunque en la actualidad esta celebración también afronta otro tipo de propuestas, que no sólo encajan adecuadamente con las tradiciones y la historia más arraigada en la memoria local, sino que son bien aceptadas por la ciudadanía. Es el caso este año en Las Palmas de Gran Canaria con la dramatización de lo acontecido, y su trascendencia en el devenir de la sociedad insular, a raíz la epidemia de cólera de 1851, que se ofrece bajo el título de 'Ánimas, la muerte sin campanas durante el cólera de 1851'.
La memoria de epidemias y hambrunas, que diezmaron a la población de forma significativa, o que afectaron cruelmente la economía y los medios de vida de los insulares, siempre estuvo muy presente entre la población isleña. No se debe olvidar que, en los primeros años del siglo XVI, cuando aún la Villa del Real de Las Palmas apenas despegaba en su urbanismo y en su demografía, ya quedó marcada con la presencia y la memoria de la peste. La ciudad creció y las epidemias aumentaron con ella, por lo que durante siglos la población afrontó y sufrió reiteradas epidemias de muy diverso carácter e incidencia.
Siglo tras siglo, quizá sin tener un conocimiento preciso de fechas y cifras, en el seno de las familias, en la memoria personal de sus habitantes, siempre se transmitió, de una u otra forma, el temor a la arribada de una nueva epidemia (entre las que también se contaban las hambrunas y las plagas de langosta), pues a ellas se asociaban muchas desgracias y determinadas leyendas dramáticas y luctuosas.
La población grancanaria advertía como estas islas, tan alejadas de los tres continentes atlánticos y, además, con unas comunicaciones no tan frecuentes, no se libraban de ver a la «danza de la muerte» poner sus pies en ellas, a lo largo de los siglos XVII, XVIII y XIX, en forma de epidemias de «tabardillo», «sarampión», «gripe», «fiebre amarilla» o «cólera», frente a las que se contaba con recursos asistenciales o de higiene pública muy limitados. Tanto que, el primer cementerio -tal como lo entendemos en la actualidad- de Las Palmas de Gran Canaria, el de Vegueta, no se abrió hasta 1811, y se hizo a prisa y corriendo, precisamente para dar sepultura en un lugar alejado a los cientos de cadáveres que dejaba la «fiebre amarilla».
Pero si una epidemia dejo huella imperecedera en la inmensa mayoría de las familias grancanarias, una estela que aún se podía percibir con claridad en los años sesenta y setenta del siglo XX, esa fue la del «cólera» de 1851. A muchos de niño nos llegaron historias, leyendas, expresiones fraguadas en la memoria de aquella tragedia, que se llevó por delante a casi el diez por ciento de la población de esta isla. Muy elocuente de esa mirada al «cólera» que quedó prendida en el seno de la población es un artículo, publicado por El Porvenir de Canarias a comienzos de noviembre 1852, en el que se reseñaba como esa edición del periódico, en los días de Finados, «solo respirará dolor y arrancará lágrimas, por que recuerda la época más aciaga y las desgracias más crueles que han trabajado a la Gran Canaria: el cólera-morbo y sus víctimas; el terror pánico que produjo, los estragos que causó la viudez y orfandad que dejó en pos de si, y esa serie de privaciones y sufrimientos que sólo han podido comprender los que los experimentaron o presenciaron, pues que los que los han oído referir no los han creído: ¡ oh sí supieran que todavía al presente hay llagas profundas y dolorosas en la población y en los individuos!».
A mitad del siglo XIX cambiaban muchos usos y costumbres, determinadas formas de entender la vida cotidiana, en un proceso que, poco a poco, se derivaba de los cambios socio-económicos, urbanos y culturales que comenzaba a vivir Gran Canaria y, en especial, su capital. Fue el caso de los cementerios, que se abrieron, en la forma que han llegado a la actualidad, a partir del primero de ellos en 1811, el de Vegueta, que se estableció por imperativos de una epidemia gravísima, la del «vómito negro». Un camposanto donde ahora, a la vista de esta historia de epidemias que marcaron tanto la historia de la isla, como la memoria de la población, la Cruz goticista que preside su primer cuartel, diseñada por Manuel Ponce de León en 1862, podría ser considerada como la «columnata en memoria de todas las epidemias que asolaron la isla», y en algún espacio de la misma, sin quebrar su identidad patrimonial, colocar unas placas que las conmemoren en general, dado que no se puede recodar una a una a las miles de personas que sucumbieron en ellas y que, en buena manera, han pasado a ser esos «finados de todos» que se recuerdan cada año en el entorno del «día de difuntos».
En esta onda aparece una sugerente propuesta para la Noche de Finados en Triana y Vegueta, impulsada por el Ayuntamiento capitalino, el Instituto Canario de Tradiciones y Los Gofiones, con escenarios como la Alameda de Colón y la Plaza de Santa Ana, en la noche del 31 de octubre. Una iniciativa que no sólo puede acercar al público a «las costumbres de la sociedad canaria de antaño en torno a la muerte», que evolucionaron a través de los siglos y de los cambios culturales de cada época (en el siglo XVIII y anteriores no se podía hablar como costumbre el ir a los cementerios decorar los enterramientos con lucecitas y flores, pues simplemente aún no existían estos lugares, por lo que las celebraciones eran otras en el entorno de las iglesias donde, generalmente, se efectuaban las inhumaciones. Tanto había cambiado que el periódico El Ómnibus, en noviembre de 1864, resaltaba como «Según la costumbre introducida haca ningunos algunos años nuestro cementerio estuvo muy concurrido el martes por la tarde. Los adornos, las luces y las llores se ostentaban en los sepulcros, y un sin número de fieles oraban y lloraban por sus queridos finados»), sino a entender como acontecimientos luctuosos graves, como las epidemias, marcaron el ser y sentir de la población.
Un buen ejemplo de ello, que se transmitió generación tras generación en el seno de las familias, fue lo acontecido, y sus consecuencias, con la epidemia de cólera morbo de la primavera y verano de 1851, a cuyos miles de muertos ahora podemos conmemorar como «finados de todos», en esa sugerente e ineludible visión de Alonso Quesada ante este asunto. Se trata de una tragedia, como ha señalado el coordinador del Instituto Canario de las Tradiciones, David Naranjo, que tiene «un trasfondo no solamente emocional, sino social, económico y político», y que ahora, como ha señalado la alcaldesa de la ciudad, Carolina Darias, «con la mirada puesta en 1851, podemos entender mejor lo que sucedió en la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria», pues «no hay nada más potente que conocer nuestro pasado, aquello que nos ancla a nuestras raíces, para afianzar nuestro presente y proyectar nuestro futuro».
El cólera de 1851 marcó, en una época de cambios, otra enraizada mutación, que ahora también acuña indeleblemente la «noche de finados», pues esos finados fueron y son inexcusablemente finados de todos los grancanarios, esos que, hasta finales del siglo XIX, tenía por costumbre recordar el Cabildo Catedral en la plaza de San Antonio Abad, donde, tras la misa solemne de Réquiem en Santa Ana, cantaban «los responsos por las ánimas de los que reposan en el sitio donde se hallaba la antigua catedral…». Ánimas para una noche donde la muerte se trastoca en fiesta de vida.
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