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La sociedad lanzaroteña que se encaminaba hacia el tercer milenio, en los años finales del pasado siglo era mayormente inocente, pelín conformista, poco resabiada y algo ingenua. Votaba insularismo en masa, mientras se aferraba a la protección del territorio a carta cabal, siguiendo la impronta dejada por Manrique. Abierta por lo general a los miles que apostaron por la isla para empezar nuevas vidas, esta sociedad conservaba la esencia de sencillez y mesura propia de los canarios derivada de los tiempos de gran escasez de casi todo.
Con este panorama se alcanzó el verano de 1998. Más en concreto, fue en una mañana de mediados de agosto en vísperas del pregón de San Ginés cuando se dio el punto de inflexión. Los menos de 100.000 residentes de entonces dimos de bruces con una realidad cruda, brutal, salvaje, sangrienta y dolorosa. En el popular barrio arrecifeño de Titerroy, en una modesta vivienda de un bloque donde convivían familias de condición humilde, Fuencisla Espinosa había sido asesinada por su expareja. Las imágenes, dantescas. Los periodistas, como pasó con algunos curiosos, pudimos acceder hasta el mismo lugar de los hechos. No les describo lo que vimos. Sí les digo que salimos rotos, hundidos.
El crimen, que dejó sin madre a un niño de muy corta edad, obligó a tomar conciencia de que la violencia de género, el machismo, el terrorismo doméstico son lacras que carecen de límites y fronteras. Y casi peor aún, dejó muy patente que nos quedaba mucho por aprender, legislar y articular; para prevenir y concienciar, sobre todo. Y también para saber cómo actuar, qué hacer, cuando la salvajada se perpetra.
Un cuarto de siglo después, en España, en Canarias, en Lanzarote, hemos hecho avances. Y pese a ellos, desgraciadamente, han sido cientos los casos fatales por violencia de género. Seamos consecuentes pues.
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