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Hace 25 años

Luis Nantón y Luis Nantón

Jueves, 1 de enero 1970

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Me gustan los libros, me fascina aprender, me apasiona comprender. La cultura te ayuda a entender, el conocimiento suele ser un soporte para elegir, y esto te permite tomar decisiones. Si tomas decisiones, si te enfrentas a diferentes disyuntivas, es que respiras algo de libertad. Por eso admiro a Lucio Emilio Paulo, general romano de la época republicana, que, tras la victoria frente al rey Perseo de Macedonia, que supuso un inmenso botín, solo reclamó para sí la imponente biblioteca del griego.

No podía dormir, algo me inquietaba, y desconocía el por qué. Como en otras ocasiones acudí a mis libros. Se me fue la mano hacia un texto al que hacía años que «no molestaba», concretamente Beau Geste de P.C.Wren, la clásica novela de tres hermanos que se alistan a la legión extranjera. Había unas líneas manuscritas de 1995: «Hoy le he terminado a mi firme compañera este maravilloso libro. Se que pronto estaremos también en las regiones de las eternas cacerías». Han pasado 25 años desde que se plasmaron estas anotaciones manuscritas.

Veinticinco años... y pensé en mi amigo de Madrid. Pues mucho transcurrió en la vieja Magerit cuando solo contaba 21 años, un pipiolo que por aquel entonces se bebía la vida a tragos. Tuvo que acudir a un despacho de abogados para cumplir con un encargo de la empresa para la que trabajaba. Concertó la cita por teléfono y de repente el mundo se detuvo, quedó embelesado por la calidez de la voz que le atendió. El hechizo se prolongó toda la semana mientras esperaba a que llegara el día convenido y se presentó en el despacho, muy formalito pero sin la documentación requerida para la gestión. Ante esa manifiesta dejadez la firme profesional le preguntó, eso sí con extraordinaria dulzura, ¿y usted para qué ha venido? pues para invitarla a almorzar, y lo dijo con la lógica aplastante del creyente para el que no hay otra respuesta posible.

Quién iba a decirle que ella aceptaría la invitación, que diría que sí a su propuesta de matrimonio y que se casarían seis meses después de ese primer encuentro. Fruto de ese amor desmesurado y cómplice nació el hijo de ambos, su único hijo... porque no les dio tiempo a más. El infortunio con nombre de glioblastoma se presentó súbitamente y se la llevó después de una larga lucha inmisericorde plagada de dolor y sufrimiento por la ausencia que vaticinaba, en la que se desvanecieron los amantes pero aumentó, aún más si cabe, el poder sagrado de su unión.

Algunos dicen que fueron felices porque no hubo tiempo para el desamor, para el conflicto o la desavenencia. Insisten en que tuvo la suerte de vivir una historia que se detuvo en un momento bello y puro, a salvo del desgaste y la rutina, esos tributos que los años de convivencia imponen a algunas parejas. Mi amigo prefiere pensar que no fue por eso y acaricia la idea de que existen cosas que a lo mejor trascienden.

Yo, sin pronunciarme sobre el por qué, envidio ese amor descomunal que sólo está destinado a unos pocos. Tal y como contaba Laura Esquivel en la deliciosa Como agua para chocolate nacemos con una caja de cerillas que debemos encender una a una para nutrir el alma. Un amor de tal intensidad encendería todas las cerillas a la vez provocando un resplandor que nos mostraría el camino que olvidamos al nacer y que conduce a nuestro perdido origen divino. Y el alma se reintegraría al lugar de dónde proviene dejando el cuerpo inerte.

A lo mejor fue eso lo que pasó. Mientras, la caja de cerillas de mi amigo se humedeció por la tristeza y ya no puede encender las cerillas que le quedan. Alza el estandarte del instante, lo efímero y disfruta como nadie de ello pero sin quemar las naves del regreso. Es plenamente consciente de que nada está garantizado, nada es permanente, porque ya lo perdió una vez. Y vive como si la vida fuera un progresivo transcurrir de despedidas.

La injusta tragedia le cambió para siempre ¡cómo no iba a hacerlo! y le convirtió en la persona que, todos los que le conocemos hoy, queremos. No puede ver un cuadro torcido sin intentar enderezarlo, echa mano de sus contactos para conseguirle trabajo a un amigo, trabaja en proyectos ajenos como si fueran propios y afronta sus obligaciones para con la familia como si de una religión se tratara.

A pesar del hachazo recibido volvió a levantarse, a respirar, a equivocarse, a arreglar estropicios que es lo que mejor hace, a vivir la vida que le había tocado pero sin ella. Los hijos te obligan a sacudirte el polvo de la contienda para seguir adelante, porque ellos no pueden esperar y tampoco es lícito lastrarles con nuestra impedimenta. Su legado también es el de ella y él los enaltece a ambos tomando sus propias decisiones con la libertad del que sabe que siempre habrá alguien esperándole. Un cuarto de siglo de la última lectura de este épico relato, donde mágicamente se describe una despedida: «Déjate ir, déjate ir hacia la luz, penetra en la paz, en la paz viviente de la luz...» Y en estos tiempos, donde son miles nuestros compatriotas que siquiera han podido despedirse adecuadamente de sus seres queridos, por culpa de la pandemia, tengo mucho más presente sus vivencias.

La pandemia que ahora nos acosa, este virus que ha bloqueado nuestras vidas, nos deja desnudos, sin abalorios, sin fuegos artificiales, solos ante la experiencia única de la vida. Hablo de tener conciencia, de saborear la vida y darle un sentido. Reflexiones que durante décadas hemos evitado, o siquiera podemos concebir, a base de una vida tan vertiginosa, fugaz, como carente de sentido. Al igual que hace 25 años la vida golpeó a mi amigo, y tras superar sus consecuencias y el consiguiente dolor, logro aprender y superar... siempre superar. Esto es lo que ahora nos debe ocurrir y debemos intentarlo.

Por eso, este Armagedón, puede servirnos a algunos para vivir más intensamente. Al menos con un ápice de conciencia, sin despistarnos con tantas y tantas cosas que ahora nos damos cuenta de que son verdaderamente relativas y carentes de sentido.

Como le ocurrió a mi amigo hace 25 años, volveremos a aprender a vivir

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