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El sábado asistí al partido que enfrentó a la UD y al Villarreal en el Gran Canaria y el club decidió hacer un homenaje a la Policía Nacional, que cumplía, justo ese día, 200 años. Dos agentes, un hombre y una mujer, hicieron el saque ... de honor.
Lo que me sorprendió fue escuchar pitidos y gritos de fuera en un sector de la afición. No sé a ciencia cierta cuánto de significativa fue esa reprobación. Mi punto de vista pudo distorsionarse porque era en mi entorno en la grada curva donde se hicieron esos gestos, pero tampoco percibí que fueran contrarrestados por una ovación atronadora del estadio. Me llamó la atención porque los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado suelen figurar en encuestas entre las instituciones españolas mejor valoradas por la ciudadanía.
Aún y pese a que corra el riesgo de convertir en general una mera anécdota, lo que viví el sábado no hace sino confirmarme aquello en lo que he insistido muchas veces: el peligro que tiene para la democracia el descrédito de las instituciones, entre ellas, los cuerpos policiales.
No tengo duda de que los ataques de los extremismos populistas de uno y otro lado a la Policía Nacional, a la que despellejan si hace falta cuando no actúa según les conviene, contribuyen a su posible deslegitimación. Véase, por poner dos ejemplos que usaron a su antojo uno y otro bando: su labor de protección de la sede socialista en Ferraz, por unos; o su papel en labores de seguridad durante la manifestación contra la amnistía en Madrid, por otros.
La Policía Nacional es una fuerza del Estado, al servicio de la ley, no de los intereses extremistas de algunos. Esconde garbanzos podridos, como en cualquier colectivo, y comete errores, pero su papel es vital para nuestra democracia.
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