Arranca el mes de noviembre y lo hace con los escaparates todavía llenos de calabazas, calaveras, sombreros de brujas, disfraces, colmillos de plásticos de vampiros ... de tres al cuarto y demás mercadotecnia vinculada a Halloween. En paralelo, tenemos a ayuntamientos varios que han organizado diferentes actos en Canarias tratando de reivindicar las tradiciones propias, esto es, los finados reconvertidos en 'finaos', mientras que otros son más de castañas, y también los hay que se dejan llevar por las celebraciones con un toque mexicano, de manera que este viernes decenas de menores iban a las fiestas de sus colegios con la estética de los Difuntos de aquel país.
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Mientras asistimos a ese cruce de culturas en torno a la muerte, gana fuerza el discurso que, ante el fenómeno migratorio, subraya que hay que defender las tradiciones propios y fomentar las culturas similares a las nuestras. A fin de cuentas, el patrimonio cultural y la identidad van de la mano, pero no es menos cierto que la historia de la humanidad es un relato continuo del cruce de culturas, razas y pueblos. Así las cosas, ¿multamos a las tiendas que venden productos de Halloween porque no eran propios de nuestra cultura española? ¿Cambiamos los maquillajes y las vestimentas de superhéroes o de calaveras mexicanas de los niños y los obligamos a ponerse las máscaras de la serie negra de Goya, que esas sí que dan miedo?
Personalmente, me quedo con la convivencia de tradición e 'importación' y que cada uno elija según su gusto. Porque también de esa mezcolanza nacen otras formas que toman esto de aquí y de allá y acaban articulando una propuesta diferente. Es lo que tiene el mestizaje, que tanto bueno ha aportado a la historia de la humanidad.
Además, las celebraciones en torno a los Difuntos tienen la virtud de ofrecer una lección importante: naturalizar la muerte. Ya sea vestida de negro y con guadaña o como la señora que se acicalaba en la habitación 237 del hotel de 'El resplandor', incorporar la muerte a las celebraciones es una manera de recordarnos que esto que vivimos es finito. No es cuestión de ponerse en plan Jorge Manrique con aquello de que nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar que es el morir, pero es verdad que no tener presente que hay fecha de caducidad hace que cada adiós sea más doloroso y que afrontar el final se convierta en un trauma, cuando es algo sabido e inevitable (por mucho que Putin esté buscando ser eterno, que eso sí que da para un Halloween...)
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