El tribunal y el tiempo nos dirán si Álvaro García Ortiz es inocente o culpable pero ya hay un veredicto cierto: entre los fiscales hay ... eso que se conoce como odio sarraceno. Unos están con el juzgado y otros abiertamente contra él, unos sostienen que lo importante era desmontar un bulo y otros que el fin no justifica los medios.
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No estamos hablando de unos agentes jurídicos secundarios. Y menos ahora que el Gobierno quiere que las instrucciones judiciales pasen a manos de los fiscales, siguiendo los parámetros que funcionan en otros países. Ahí tenemos, por ejemplo, a la Fiscalía Europea, que nació para instruir pero que en España camina con paso de tortuga porque se ve cortocircuitada por una tutela de la Audiencia Nacional en todos sus pasos.
Tampoco da mucha tranquilidad mirar para la bancada de la judicatura y encontrar igualmente unas filias y unas fobias absolutamente irreconciliables. Porque una cosa es que unos formen parte de una asociación y otros de otra muy diferente, sino porque hay odios que no se superan, traiciones que no se perdonan y adhesiones inquebrantables.
Lo triste de todo ello es que ha llegado un momento en que el ciudadano, cuando tiene un pleito, ya lo primero que pregunta es qué fiscal o qué juez le ha tocado en suerte para luego hacer una búsqueda en Google y ver qué encuentra del mismo, porque lo fácil es ciertamente hallar pronunciamientos o gestos que permitan encuadrar a la persona de turno.
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Contemplar en el minuto uno del juicio a García Ortiz cómo una fiscal jefa lo desprecia literalmente -y viceversa-, cómo no hay ni la más mínima cortesía entre ellos y cómo todos están esperando a ver el entierro profesional del otro, supone un daño tremendo a la institución y a la confianza que los españoles deben tener en un poder que está para fiscalizar al resto. Después, cuando llega la apertura del año judicial de turno, unos y otros se ponen 'muy estupendos', tiran del manual del corporativismo y se dedican a reclamar a los agentes políticos y a los representantes institucionales que les dejen actuar, que su independencia es sagrada y que precisan de más medios para hacer bien su trabajo. Predicar ya se sabe que es fácil; dar ejemplo es otra cosa.
Insisto: será el tribunal quien quite o dé la razón, pero es que el grado de contaminación llega al extremo de que ya se ha señalado a los propios magistrados que lo integran, avanzando un prejuicio sobre cuál puede ser su dictamen.
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Peor es imposible.
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