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Desde hace casi dos década, expertos, comentaristas, entidades de peso y trillones de conversaciones de barra de bar están en el acuerdo unánime de varias cosas, que al cabo son la misma: hay revisar la estructura del estado, la relación entre los territorios, la jefatura del estado... Vamos, que urge reformar a fondo la Constitución de 1978, o bien hacer una nueva porque las condiciones en las que fue redactada la actual impidieron que se hiciera bien. Claro, que “hacerla bien” es un asunto muy complicado, porque ese concepto tiene distintas lecturas según para quien. Antes de que naciera la primera hija del entonces Príncipe de Asturias, se hablaba de cambiar la actual preferencia de los varones para heredar la corona, y en cada momento se apunta algo, pero nada se mueve. Al listado de opiniones unánimes en la necesidad de cambio hay que añadir a muchos políticos en la oposición, que cuando llegan al poder y tienen más capacidad de iniciativa se olvidan.

Dice el refranero que no dejes para mañana lo que puedas hacer hoy, aunque pudiera ser que ese aplazamiento sine die no sea desidia, sino intención de que las cosas permanezcan como están. En otros lugares se sigue la norma de Lampedusa (“Si queremos que todo siga como está, necesitamos que todo cambie”). Ya no es que cambie todo, es que ni siquiera se hace un gatopardismo pequeñito. Nada de nada. Y la conclusión es que hay unos poderes que están infiltrados en todas las instituciones políticas, civiles y hasta marginales a los que les conviene el status quo, porque cuando los más opuestos hacen propuestas radicales hasta pasarse de vueltas, en realidad siguen el juego, porque como su idea es imposible en la presente correlación de fuerzas, siguen enarbolando su discurso “insobornable”, y a tirar un tiempito. Lo vemos ahora mismo que se acercan las elecciones: unos se plantan en el cambio de régimen, otros van a provocar donde no son bienvenidos y cada cual va a reforzar su electorado, que son cuatro años los que se juegan y no es cosa de quedarse en la cuneta por ser razonables.

Si había alguna esperanza en los nuevos partidos, ya se ha diluido. Juegan a lo jugaban los que ellos llamaban los de la vieja política. Unos se atrincheran en el poder y aledaños y otros claman por elecciones inmediatas, digo yo que deberán suponer que sus posiciones les van a dar más votos, pero las encuestas siguen siendo tozudas y me temo que unas nuevas elecciones van a seguir perpetuando lo que ocurrió en 2015, en 2016 y después de la moción de censura. Los soberanistas de Euskadi y Cataluña parecen empeñados en que vuelvan los de antes, porque deben tener el convencimiento de que contra la derecha en el poder se vivía más plenamente su radicalidad. Por su parte, la derecha ya se ha puesto en un discurso durísimo, y hasta los que se vendían como de centro hacen piña con un partido de ultraderecha que predica... bueno, lo mismo que el PP. Debe de haberlos poseído de pronto el espíritu del Cid Campeador, y su palabras convierten en izquierdistas las políticas de Adolfo Suárez, las inmóviles de Rajoy y hasta las muy alabadas del aznarato.

Si grande es la confusión que deben tener los posibles votantes de la derecha, no es menor la que sobrevuela a quienes nunca les votarían y reparten sus papeletas entre la socialdemocracia, la izquierda dura que antes por lo visto era transversal, los nacionalistas y la abstención. Como siempre, los triunfos de la derecha no proceden de la suma de sus votantes, que son casi inamovibles, sino de la abstención de la izquierda. Siempre es así, y los que ahora saltan de alegría porque las encuestas (cocinadas o no) les dan buenos números, se olvidan que todos los encuestados contestan pero no todos los electores votan. Por lo tanto, cada cual ha sacado a pasear su propuesta más radical, sabiendo en la mayoría de los casos que es absolutamente inviable, sea la derecha, los independentistas o la izquierda. Mientras tanto, los nacionalistas “moderados” siguen agazapados a ver si les cae algo en la pedrea de las decepciones y las deserciones.

Por otra parte, cuanto más extremista es la idea, se supone que prestigia más a quien la propone. Siempre ha estado larvada, pero ahora el cambio de la forma de estado en república es debate frecuente en todos los foros. Y hablo desde el convencimiento de que esa es la forma de estado más democrática posible, pero resulta que, por muy radical que sea una propuesta, siempre habrá alguien que la tilde de acomodaticia, blanda, burguesa o incluso fascista (cómo gusta esa palabra, sin pararse a pensar su significado). En esta carrera sin rumbo, nunca se es lo suficientemente duro. Y se clama por la república, lo cual es legítimo, pero luego hay una serie de cuestiones encadenadas que nadie se molesta en abordar: ¿república unionista, centralizada, descentralizada, federal, confederal, presidencialista, parlamentarista, simétrica, asimétrica, orgánica por territorios, con doble superposición política? ¿Qué combinación zigzagueante se propone? ¿Cómo se articula la representatividad? Todas estas cuestiones son de vital importancia, pues no es lo mismo Suiza que Portugal, Francia que Estados Unidos, Rusia que Finlandia, y todas son repúblicas. Estas diferencias de visión se llevaron por delante la I República (la de ¡Viva Cartagena!), y fueron una gran dificultad en la de 1931. El republicanismo no debe surgir solo del hartazgo o del cabreo. Una propuesta de esa envergadura tiene que estar muy bien apuntalada en todos los sentidos. Si no hay más detalle, ser más radical que nadie no basta.

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