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Directo Vegueta se tiñe de blanco con la procesión de Las Mantillas

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Un periódico infunde respeto. Primero porque es un proyecto intelectual, por lo que señala el horizonte social. Segundo porque sirve de contrapeso (el cuarto poder) que es esencial en democracia. Si un periódico no se hace respetar se convierte en una hoja parroquial y, por lo tanto, pierde su naturaleza y deja de ser un diario. Aún, por muchos agoreros que pretendan santificar internet y las redes sociales, la potencia de fuego de una cabecera es mayor que otros soportes: las radios comentan las portadas y no al revés. Es más, los comentarios en los muros de Facebook se evaporan enseguida y pierden representatividad mientras el papel sigue ahí, jornada tras jornada con fotografías en portada y sirviendo en el mañana como fuente de consulta de la Historia.

Cuando un diario es temido es porque está cumpliendo su deber. Y digo temido, que no odiado, recordando a Nicolás Maquiavelo: es mejor ser temido que ser amado, pero se puede ser temido sin ser odiado; dejó para la posteridad el maestro de politólogos. Además, un periódico tiene todo el año por delante, si no es hoy será pasado mañana o dentro de un mes cuando saque esa noticia que un tercero no quiere que se sepa. No hay elecciones cada cuatro años ni cosas por el estilo sino que el diario se debe a sus lectores y a su legítima línea editorial con la que casa su proyecto intelectual en sociedad.

La libertad de expresión no se cuartea. Se tiene o no se tiene. Sin ella no hay derechos fundamentales ni democracia. Y, con respeto, puede decirse lo que uno considere conveniente. Es algo elemental pero que conviene recordar de cuando en cuando. No solo en Centroamérica se restringe la libertad de los periodistas. También Donald Trump está haciendo de las suyas justo en el país del nuevo mundo que hasta hace poco trataba de exportar la democracia a Afganistán e Irak.

Así las cosas, a un periodista hay que defenderlo cuando investiga un tema de interés público en Gáldar o Los Silos y el alcalde de turno no quiere que se sepa. Y entonces comienzan las argucias, las presiones y las bravuconerías en modo de amenazas más o menos sibilinas por parte del presunto poderoso: te arrepentirás de lo que publicas, te despediré, no sabes con quién estás hablando,... y demás improperios que suelta. Es un ataque por supuesto a la persona y al medio de comunicación pero al tiempo a las libertades públicas por parte del que se supone que es un servidor de los ciudadanos que de repente deja de serlo y a saber, por cierto, qué motivo incendia su ardor inquisidor. Trump simboliza este peligro con su intento de amordazar a la prensa. Pero es tan solo uno más de los tantos que hay en otras latitudes. Un mal del que siempre hay que defenderse, negro sobre blanco.

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