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Anda el Vaticano en estado de máxima alerta. Desde años atrás suenan alarmas por silencios y encubrimientos de abusos sexuales y violaciones a menores internos o externos, monaguillos, seminaristas y curas jóvenes. A la par un misionero salesiano español, Antonio C. Fernández Fernández, muere asesinado en Burkina Faso -país del occidente africano- a manos de hipotéticos yijadistas.

Para hacer frente a la convulsión interna comenzó el jueves en el Vaticano una asamblea que, dentro del definidor conservadurismo, significa un revolucionario planteamiento: enfrentarse a la violencia sexual dentro de la propia Iglesia católica, no un hecho anecdótico o excepcional sino -tal parece- casi cotidiano, habitual, frecuente.

Pero, además, con desgarradora tradición en el tiempo y ocultación de tales miserias, abusos y secuelas. Cientos de víctimas de anteayer, ayer y hoy mismo se dan a conocer: solo el colegio salesiano de Deusto (Bilbao) acumula ya treinta denuncias contra varios profesores. (Tan impactante como lo anterior es que la dirección actual del centro lo reconoce: desde 1989 hubo acusaciones, pero nadie del mundo religioso se acercó a comisarías o juzgados de guardia para inculpar por tales atrocidades.)

Miedo, silencios impuestos y temores a ser etiquetados incluso como supuestos incitadores (¿recuerda, estimado lector?) se superan por buena parte de las víctimas, aunque cada vez se van añadiendo más, y más... Estas, representadas por distintas asociaciones internacionales, están en Roma desde el pasado lunes. Gracias a su tesón, empeño y desenmascaramiento de sacerdotes, obispos, cardenales... y, sobre todo, a la Prensa (con mayúscula) que les dio la posibilidad de hacer públicas las barbaries, el Vaticano se ha visto forzado -tras decenas de años de silencios, compensaciones millonarias y arreglos internos- a convocar la asamblea para enfrentarse sin tapujos al cáncer alimentado por la propia Iglesia.

El Vaticano va a intentarlo y parece decidido a llegar hasta las últimas consecuencias, aunque los inicios resultan decepcionantes para muchos. Pero permanece la esperanza de quienes en sus carnes sufrieron la violencia sexual con desequilibrios psicológicos desde la infancia y primera juventud: «Tiene que haber una ley universal en la que si eres un cura, una monja, un obispo... y has violado a un niño, a un adulto vulnerable, debes ser apartado del sacerdocio y entregado a las autoridades civiles. Punto. Y lo mismo para quien ha encubierto. Eso es tolerancia cero: ninguna excusa».

Y no exageran. Tampoco son vengativos: simplemente reclaman justicia. Pero no la del Vaticano, sino la que se aplica en la vida civil a centenares de millones de ciudadanos españoles, alemanes, mexicanos, estadounidenses, italianos, chilenos... cuando delinquen. Porque si los miserables abusos sobre menores son gravísimos delitos, no quedan atrás los silencios de quienes gobernaban diócesis y ordenaron ocultaciones o simples traslados.

Abusos sexuales ya denunciados en España. Almodóvar estrenó La mala educación (2004), película sobre la vida de algunos pollillos en un colegio católico y los atropellos físicos y sexuales que sufrieron a manos del padre Manolo.

Y en la literatura, desde casi cien años antes. Los denuncia (1910) el novecentista Ramón Pérez de Ayala (exalumno interno de un colegio jesuita) en su novela A.M.D.G., iniciales del lema de la orden religiosa (Ad Maiorem Dei Gloriam, ‘Para mayor gloria de Dios’) y dedicada a Pérez Galdós. Cuatro internos -Coste, Bertuco, Campomanes y Rielas- comentan sobre el hermano Echevarría: «Yo nunca os hablé de ello; pero, vamos que, cuando me disloqué el pie, empezó a palparme la barriga y...». «Y... te empuñó el cetro, ¿eh? Lo mismo que a mí». «¡Reconcho! Has acertado». «Y a mí». «Y a mí».

Adaptada al teatro, se representó en noviembre de 1931. Al Lope de Vega acudieron antiguos alumnos y muchos católicos con la intención de boicotear la representación por su denuncia de la Compañía de Jesús y el comportamiento pedófilo del hermano jesuita (del griego paidós-, niño, y -filia: ‘Atracción erótica o sexual que una persona adulta siente hacia niños o adolescentes’). La Guardia de Asalto se vio obligada a intervenir y fueron detenidas y sancionadas decenas de personas: todas, por supuesto, de la alta sociedad madrileña. El fanatismo por encima de la razón; la violencia física como única arma para defender a los jesuitas acusados de villanías, miserias, canalladas y vilezas sobre inocencias infantiles destrozadas por algunos profesores.

Pero no se trata de toda la Iglesia, en absoluto. La institución como tal es amplísima, hay órdenes religiosas y sacerdotes escrupulosamente críticos con la situación actual. Así, por ejemplo, la pública reacción del cardenal O’Malley cuando el papa Francisco reclamó (2018) pruebas contra el obispo Barros, chileno, acusado de encubrimientos de abusos -«Todo es calumnia ¿Está claro?»-. Para el cardenal, las declaraciones del papa «han sido motivo de gran dolor para los sobrevivientes de abusos sexuales cometidos por el clero o algún otro perpetrador».

El papa entendió este mensaje. Y otros como, por ejemplo, el compromiso político y social del sacerdote y poeta Ernesto Cardenal: tras la victoria de los sandinistas en Nicaragua -1979- formó parte del Gobierno revolucionario y defendió la teología de la liberación, por lo cual fue suspendido a divinis por Juan Pablo II. Días atrás el papa Francisco lo rehabilitó.

Ernesto Cardenal no está solo. Hay otra iglesia poco parecida a la oficial: es la de quienes, comprometidos desde el cristianismo con su conciencia social y de ayuda a los más necesitados, emprenden la tarea en África. Continente también necesitado como la América Latina (teología de la liberación) de aplicaciones pacíficamente revolucionarias: la Iglesia debe tomar partido por los pobres, marginados, esclavizados... Quizás por tal compromiso el salesiano español fue asesinado por hipotéticos yijadistas, es decir, musulmanes defensores de la guerra santa: lo mismo que las cruzadas cristianas, pero a la inversa.

Cuarenta y tantos años atrás conocí, día a día, a varios salesianos. Algunos colgaron los hábitos (respiraban socialismo: ellos lo llamaban cristianismo). Dos renunciaron a la comodidad: marcharon a África a la búsqueda de su compromiso social. Esta y la de Cardenal son el cristianismo, con todos mis respetos.

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