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El nacionalismo y el empresariado canario

Jueves, 1 de enero 1970

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El pacto social se ha roto. La paz social mermará. O, al menos, todo ello se verá deteriorado en la medida que avance en el tiempo el coronavirus y las secuelas políticas confirmen que estamos abocados a una nueva dimensión. En un intervalo corto, sin que aún hubiésemos digerido la Gran Recesión de 2008, irrumpe la crisis sanitaria como hecho disruptivo de los que marcan un antes y un después con indudable huella histórica. El mundo de ayer, como diría Stefan Zweig, se desvanece.

Canarias debe preguntarse qué papel desea jugar, haciéndose por sí misma valedora de sus propios intereses, frente a un universo político cambiante en el que, para empezar, los parámetros clásicos que conoció el autogobierno en estas últimas décadas caducan. La presión desde Madrid para una retahíla de sacrificios inagotable irá en aumento. La pretensión del Estado de confiscar el superávit de los ayuntamientos y cabildos isleños es tan solo una prematura reacción, una inequívoca señal de qué nos aguarda. Dándose, por lo tanto, la paradoja (una de las tantas por llegar) de que justo Canarias que ha sido una de las rigurosas comunidades autónomas cumplidoras de los plazos de la reducción del déficit público tenga ahora que dilapidar (permítanme la licencia) el ahorro acumulado y el dinero ocioso en las cuentas bancarias en pos del Estado en vez de que podamos en el archipiélago gestionar su uso en inversiones y destino social que consideremos conveniente. Ciertamente, los instintos recentralizadores afloran por doquier tras la declaración del estado de alarma. Y no es una cosa solo del ideario de las derechas mesetarias, que también, sino de la izquierda que, a poco que vengan mal dadas y operen los debidos nervios sistémicos, tira del afán jacobino que certifica que en la Transición el proceso de descentralización estaba pensado para Cataluña (principalmente), País Vasco y, en menor grado, Galicia. Los estatutos de autonomía como un mal menor del que luego el resto, casi por carambola, pudo beneficiarse. Este fue precisamente el detonante del desplome de UCD que no entendió el referéndum andaluz por la autonomía del 28F de 1980. Actualmente retorna ese aroma de carta otorgada que desde Madrid concibieron para la norma básica del autogobierno respectivo. El modelo del ‘café para todos’ pronto laminó la expresa diferenciación constitucional entre nacionalidades y regiones establecida por el poder constituyente.

Una suerte similar puede correr la carta que Román Rodríguez ha enviado a la ministra de Hacienda María Jesús Montero en aras de utilizar y obtener rendimientos sociales de los 250 millones de euros de superávit de 2019 con el propósito de atajar las repercusiones del coronavirus. A buen seguro, la misiva se ha cruzado en el camino con la demanda recentralizadora de La Moncloa del dinero sobrante del poder local.

Canarias tendrá que reformular el pacto social. Encarar el deber inexcusable de tomar las riendas de nuestro destino. Solo Cataluña y el País Vasco, por el momento, tendrán la capacidad política de frenar o, cuando menos, modular la agenda que Pedro Sánchez impondrá al calor de la urgencia. Todos los recursos son pocos, piensan en Madrid, y toca reagruparlos para consignarlos desde allí. Es legítimo. Pero hay postulados políticos, igual de dignos y válidos, que piensan lo contrario. En el fondo, subyace en todo esto el debate sobre la configuración territorial del Estado por mucho que los aplausos desde los balcones (siempre bienvenidos) o los himnos patrios agolpados en torno a la bandera se jaleen desde los medios de comunicación radicados en la capital para aplacar la natural inquietud ciudadana. Sin embargo, la realidad siempre acaba por imponerse. Y hasta el frenesí chovinista al arranque de la Primera Guerra Mundial que envió al frente a las clases populares se topó con el barro, la miseria y la muerte que asolaron a las trincheras que, a la postre, servían como meras piezas en un mapa de guerra en los cuarteles generales a muchos kilómetros de distancia. No somos soldados sino ciudadanos.

El empresariado canario debe reflexionar. O rehace la articulación de sus intereses a la par del compromiso social canalizado en un nacionalismo de cuño (probablemente) interclasista (en las islas no hubo revolución industrial) o irá a remolque del sucursalismo que, a su vez, está encorsetado por los límites de una globalización que no era tan ideal ni neutra como nos habían vendido. El Estado del Bienestar aquí, en nuestra tierra, tiene pinta de que tengamos que salvaguardarlo nosotros.

Al final, la política de apoyar el consumo de los productos locales (de kilómetro cero) fomentada por Antonio Morales desde el Cabildo de Gran Canaria, y dirigida a respaldar la agricultora canaria, a nuestro campo, es tan solo un primer paso en el ámbito económico. No era algo anecdótico o exótico sino que anticipa el horizonte que se otea donde el globalismo ostenta su lado negativo y, como al resto, atañe a las islas.

Sánchez podrá toparse con la negativa de Bruselas, una y otra vez, desde que acabe su margen de maniobra en su endeudamiento keynesiano. No habrá eurobonos. Alemania y otros países no aceptarán la mutualización de la deuda. Su intención expansiva podrá desinflarse como le ocurrió a José Luis Rodríguez Zapatero cuando el Plan E sucumbió a las recetas de austeridad. La política (todo) está mutando. Y la sociedad canaria tiene que dirimir una decisión inaplazable. Nadie lo hará por nosotros.

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