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Hasta desde las filas de Coalición Canaria se elogió ayer la oratoria de la socialista Patricia Hernández, hasta este lunes alcaldesa de Santa Cruz de Tenerife y ahora jefa de la oposición y diputada en el Parlamento. Y si eso lo dicen los contrarios, ya puede uno imaginarse cómo fue el discurso de la primera edil saliente, con el añadido de que, por lo que se ve, el del candidato y ya alcalde, José Manuel Bermúdez, no entusiasmó en exceso a los suyos. Pero de lo dicho ayer me quedo con la intervención del portavoz del Partido Popular, Guillermo Díaz Guerra. Y no precisamente para bien.

Tenía, y quiero seguir teniendo, a Díaz Guerra como una de esas personas con un toque de elegancia que contribuyen a que el debate político se aleje de las bajas pasiones. Con aspecto de tecnócrata pero para bien, pues hace falta gente así en la gestión pública y en los partidos. Con esas impresiones previas, me sorprendió el tono beligerante, incluso cargado de resentimiento, del concejal popular. Solo le faltó llevar al juzgado a alguno de los integrantes del grupo de gobierno saliente, pues dejó se refirió a supuestas ofertas y presiones que se salen de lo que se puede entender como negociación política. Por si fuera poco, recurrió a una estrategia que no contribuye precisamente a subir el listón de la política: me refiero a eso de contar en un pleno que ¡oh! si él contara lo que le han dicho en privado y ¡oh! si él grabara las conversaciones... Pues si tan grave es lo que le contaron, ya está tardando en dar nombres y apellidos de sus interlocutores y poner los hechos en conocimiento de quienes dirimen si hay responsabilidades judiciales. Tirar la piedra y esconder la mano, o esparcir la sombra de sospecha y dejar la carga de la prueba en los demás, es el recurso fácil. Y quizás podría decir que cobarde pero sigo queriendo pensar que no es el caso de Díaz Guerra.

Por cierto, que hablando de valentías y cobardías, el concejal popular fue aquel subdelegado del Gobierno que tenía mando en plaza cuando las microalgas y que fue advertido por el entonces presidente Fernando Clavijo de que «ya le llegaría el recadito», en alusión a un tirón de orejas de Madrid por llevar la contraria a CC. De aquel episodio al de ayer va un abismo: ese que también separa lo que dijo la concejal Evelyn Alonso por la mañana sobre la censura y lo que hizo horas después, al firmar en una notaría con CC y PP.

Con esos mimbres, en suma, se armó la censura ejecutada ayer. ¿Legítima? Sí. ¿Con una tránsfuga? También sí.

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