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El Estado paternal

Juan-Manuel García Ramos

Jueves, 1 de enero 1970

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La pandemia de la Covid-19 ha arrastrado a la población española a una dependencia generalizada del Estado protector, ya sea en materia sanitaria o de seguridad, ya sea en materia económica, como hemos comprobado recientemente y seguimos comprobando. En España trabajan dieciséis millones de personas dentro de la llamada sociedad civil, y veintiún millones como empleados del Estado. La enfermedad ha trastornado las reglas de juego de la reciente democracia liberal y pone bajo el manto estatal el tejido económico.

Las preguntas no cesan: ¿cómo vamos a salir de esta?

Grandes empresas, pequeños y medianos negocios, trabajadores autónomos que se buscan la vida cada día entre las sobras laborales del resto de los sectores, se debaten entre asegurar la salud de sus colaboradores y la suya propia y empezar a producir lo más pronto posible.

El espectro de la toxina asiática sigue ahí, a pesar de todas las curvas, los picos, los aparentes descensos, el miedo lo tenemos en el cuerpo, y hasta los más ansiosos por recuperar la nueva normalidad ‒la vieja normalidad debe ser ya diciembre de 2019 o enero de 2020, por ponerle unas fechas aproximadas‒ muestran una cautela razonable a la hora de dejar atrás las recomendaciones de los científicos y de los expertos, aunque a veces hemos descubierto que esos científicos y esos expertos, invocados por la oficialidad del poder, poco tienen de ciencia y de experiencia profesional reales.

Hemos derivado hacia una sociedad donde el Estado es fuerte y la población está a su orden, ya sea en la escalada del virus mortífero, ya sea en la desescalada de la pandemia, aunque las normas que rigen la desescalada sean ya un torbellino de contradicciones y de no aplicaciones que podrían poner en peligro el ahuyentar al microbio que rompe nuestros pulmones.

Las manifestaciones multitudinarias en Berlín, el centro cultural más solvente de la nueva modernidad nos dejan boquiabiertos y sin casi entender nada. ¿La gente más informada y teóricamente más preparada de la Europa central llega a esas paradójicas conclusiones tras el azote viral?

Las compañías aéreas, como Iberia, llenando sus aviones hasta los topes tras lecturas torticeras de opacos reales decretos gubernativos, ponen en entredicho la autoridad estatal ante la empresa libre que impone su negocio por encima de cualquier ucase de la burocracia del poder político.

Decían los agoreros que las cosas serían muy distintas tras el postcoronavirus y en buena parte han venido a tener razón. Hemos pasado del terror y del temor de las primeras semanas del flagelo, que solo en España ha generado más de veintisiete mil muertes, en una cuentas amañadas que se cree que escamotean otros miles más, a unas despreocupaciones que pueden ocasionarnos graves disgustos, lo diga el Estado o no, la cuestión no es ya solo de exceso de paternalismo.

Se nos ha venido encima un doble problema: la enfermedad en sí y la disidencia de unas poblaciones que no terminan de creerse del todo la versión oficial de lo sucedido, aunque ahí estén esos muchos miles de cadáveres como testigos mudos de que las cosas han ido muy en serio. Miles de cadáveres que, como escribió Raúl del Pozo en una de sus lúcidas esgrimas expresivas, muchas veces no tenían ni dónde caerse muertos, como tuvimos ocasión de comprobar en los fallecidos en muchos hospitales madrileños.

Sirvió el presidente del Gobierno de España como comandante en jefe para mandar a parar el catorce de marzo a toda la tropa, tras las imprevisiones y/o desobediencias temerarias de los primeros momentos, pues ya el dos de ese mismo mes de marzo el Centro Europeo para la Prevención y el Control de Enfermedades (CEPCE), que tiene su sede en Solna, Suecia, una localidad a 7,8 km al norte de Estocolmo, y que está dirigido por la doctora alemana Andrea Ammon, había advertido a todos los países europeos que no permitieran aglomeraciones públicas por temor a una expansión del virus proveniente de China, advertencia que fue desoída clamorosamente por España, y negligencia por la que debe dar explicaciones ante algunos juzgados tras el alud de denuncias que se han interpuesto y se interpondrán en el futuro.

Pero parece menos seguro que el caudillaje que mandó a parar el catorce de marzo logre ahora mantener su autoridad a la hora de salir, aparentemente, de la situación de riesgo. Empieza a notarse una desbandada, una suerte de desobediencia civil generalizada, mitad debida al caos económico y social que amenaza a la mayoría de la población y a sus consecuencias en los balances domésticos, mitad debida al anarquismo connatural al ser humano que, tras la limitada y progresiva liberación recomendada por las autoridades, suelta sus amarras emocionales y entra en una especie de euforia irresponsable, lo que creo que nos permite entender lo ya comentado de Berlín, imitado asimismo en otras ciudades como Múnich y Sttugart. Justamente ciudades de Alemania, donde el Estado ha sabido gestionar con gran inteligencia el control de la Covid-19. [El martes doce de mayo, nos hemos enterado de un repunte del coronavirus en Alemania que ha supuesto ciento dieciséis nuevas muertes. Algo que se parece a lo que tan inocentemente decía César Manrique: un «autosuicidio». Así están las cosas].

En cualquiera de los casos, el Estado paternal español habrá de saber conjugar pronto su ciclópea nómina de beneficiados, esos veintiún millones de asalariados actuales, con un empuje y un estímulo inteligentes a la sociedad civil, esa que es capaz de tener ideas, crear empresas, y dar empleo a la gente, es decir, esa sociedad civil capaz de generar tejido de economía productiva. Si no lo consiguiera y esa situación se eternizara, estaríamos ante un esquema autocrático, ante un régimen paracomunista, ese fantasma que desde 1989 creíamos desaparecido para siempre. Algo que algunos socios de gobierno de Pedro Sánchez celebrarían con un júbilo no disimulado.

Es decir, estaría luchando por resolver un problema y al mismo tiempo generando otro nuevo.

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