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Durante siglos, el Noroeste de África ha sido la segunda hoja de la puerta del Mediterráneo. Francia perdió su presencia nominal en la orilla sur, y nacieron estados con diferentes tendencias, como fueron Marruecos y Argelia, aunque la presencia francesa en la zona nunca ha desaparecido. El Reino Unido mantiene Gibraltar a toda costa y España conserva las ciudades de Ceuta y Melilla, que siguen siendo cuñas en Marruecos porque su mantenimiento obedece al equilibrio franco-hispano-británico en el control del Estrecho y del Mediterráneo, con los norteamericanos en Rota y Malta.

Antes el bloque soviético y ahora Rusia intentan equilibrar la fuerza de la OTAN en el Mediterráneo con su cabeza de puente en Argel, y no es ajeno a este propósito el reciente episodio de Crimea para reforzar la base de su flota del Mar Negro. Rabat sigue tutelada por París, pero Argel empezó mirando hacia Alemania, cosa que agradeció Berlín y dolió en París por la histórica rivalidad con Alemania. Luego ha vuelto a mirar hacia el Moscú de Putin. Por ello, y aunque los estados de Europa Occidental pertenecen todos a la OTAN (Trump mediante), ninguno quiere perder su bisagra territorial o de influencia política y económica en la entrada del Mediterráneo, y a esto se suma Estados Unidos.

Los equilibrios parecen nuevos, pero no lo son, y no parece que vaya a cambiar esta relación de fuerzas, porque Madrid, París, Londres, Washington y Berlín (por su liderazgo d ela UE) no quieren perder influencia dentro de su alianza, y es por eso que en la entrada del Mediterráneo nada se mueve, llámese Ceuta, Melilla, Marruecos, Argelia, Gibraltar o Rota. Y en medio de ese panorama donde nadie mueve pieza a la luz del día, pero todos sacuden el tablero por debajo de la mesa, está el conflicto del Sahara Occidental, enquistado hace décadas en el centro de este arco de fuerzas concurrentes. El Frente Polisario está en medio, como nodriza de un pueblo que deambula por el desierto de Tinduf. Las apetencias de control sobre el Sahara Occidental no son solo económicas; hay otros factores que ocupan a los despachos en ambos lados del Atlántico, esto es, el control de dos mares.

En los últimos años, el fundamentalismo religioso es otro elemento que añadir a la ecuación, por lo que no es una exageración pensar que en este momento el Noroeste de África es una mecha a la que ronda el ascua de la irresponsabilidad que a menudo derrochan quienes tienen el poder y el deber de lograr la desaparición de ese foco de tensión. Que en este tablero jueguen Putin y Trump no mueve al sosiego, ni la bisoñez de Macron, la torpeza española o el despiste de Londres embebido en el Brexit. Si todo esto no fuera argumentación suficiente para exigir que las grandes potencias y las Naciones Unidas hagan el máximo esfuerzo para solucionar el conflicto sahariano, hay que recordar que en Tinduf siguen existiendo unos campamentos de refugiados saharauis donde las condiciones de vida son terribles, con un pueblo en una tierra prestada mientras sueña con regresar a su solar de origen y vivir en él, en paz y buena convivencia con sus vecinos.

Habría que hacer un gran esfuerzo político y diplomático para que el conflicto del Sahara encuentre una salida pacífica y plena de dignidad, no solo por la insostenible situación humanitaria de los saharauis –que también- sino porque es uno de los componentes de una bomba de relojería que todos saben que existe pero nadie menciona. La zona en cuestión llega por el sur hasta la frontera de Mauritania y más allá, pero nadie parece verlo. Y no es muy tranquilizador si desde Canarias miramos un mapa.

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