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Desde mi ventana veo como los días duran más de 24 horas. Desde hace días es siempre domingo, como si la resaca de una noche de fiesta no acabara nunca. Ya nada me sorprende del catálogo de Netflix. La realidad superó la ficción. No me extrañaría que aterrizase un ovni en mi azotea. El aburrimiento, privilegio palaciego en otros tiempos, me genera ansiedad. Atraco la nevera con cierta regularidad, prometiéndome volver al gimnasio cuando todo pase. Como cada fin de año y los propósitos incumplidos en enero. Nunca tuve claustrofobia, pero hasta las pantuflas me empiezan a apretar los juanetes. Me falta el aire sin haber dado positivo. Necesito salir, necesito gritar. El perro me sirve de cómplice para tomar viento fresco a través de mi mascarilla de papel del chino. Un lujo asiático en estos tiempos. Es la quinta vez que lo saco hoy.
Necesito hacer ahora todo lo que dejaba para el día siguiente. Ya no hay mañana, por ahora no lo hay. Me propongo revisitar lugares de la niñez, pero me conformo con deshacer pronto el camino hacia la oficina. Zambullirme en un atasco. Echo de menos los atascos. El ruido. La polución. La histeria de la rutina diaria. La vida.
Recuerdo con añoranza los golpes a deshoras de los vecinos, el zumbido de los coches en la calle, el estruendo de los aviones de última hora. Y el primer vuelo de las 7, que siempre me hacía saltar de la cama. La estela del reguetón a todo volumen al pasar, los gritos de los niños de camino al cole, las discretas conversaciones a voces de amigos en la esquina. Me atormenta el tintineo de las agujas del reloj. Tic, tac. La sordera de la quietud, un inquietante silencio que no garantiza paz. La calma tensa que anticipa la guerra. Tic, tac.
El único hálito de vida, amago exagerado de lo que fuimos en el pasado de hace unos días, se escenifica a las puertas del supermercado. Pero la imagen tiene más de jauría que de humana. Tercermundista. La crisis es planetaria pero nos amenaza de cerca. La tocamos con las manos, por eso me las lavo compulsivamente. Esta vez nos afecta a todos y el miedo nos paraliza. El mundo que conocíamos languidece como un recuerdo añejo de anteayer, una maldición bíblica o uno de tantos vaticinios maya fallidos.
No estábamos preparados para que el mundo parase en seco cuando vivíamos pasados de frenada. Parecíamos imbatibles, inmortales en nuestra vida acomodada del primer mundo. Quejarse es gratis, nada era suficiente. Ahora, de la noche a la mañana, han cambiado las prioridades. La perspectiva se ha desenfocado para siempre. Espero que, cuando salgamos de esta, hayamos aprendido algo. Tic, tac.
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