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Los conceptos de vejez y juventud han existido siempre, pero sus valoraciones han variado según épocas. También es cierto que, cuando la esperanza de vida era mucho menor, se tenía por viejas a personas que hoy diríamos maduras o de mediana edad, pero lo que sí es cierto es que siempre se consideraba un valor aparejado a la sabiduría que haber pasado por la vida les confería. De hecho, en muchas sociedades existía una institución, el consejo de ancianos, que podríamos ver genéricamente como un oráculo consultivo (a veces decisorio), que solía tener la última palabra sobre asuntos colectivos de mucha transcendencia, porque o tomaba la decisión final o conformaba una especie de dictamen que pocas veces se atrevían a contravenir los ejecutores.

La juventud, por el contrario, tenía mucho futuro pero poco prestigio, aunque muchas de las grandes figuras no pasaron de la treintena y quedaron como gigantes que cambiaron el curso de la historia. El caso más paradigmático es el de Alejandro Magno, que no llegó a cumplir 33 años y tuvo tiempo de crear uno de los mayores imperios de la antigüedad, eso sí, a golpe de espada y falange macedónica. Resulta curioso cómo nos imaginamos a esos grandes caudillos como hombres maduros y curtidos por el tiempo, y vemos que Napoleón fue Primer Cónsul de Francia a los 30 años y emperador a los 33. Tenemos en nuestro imaginario insular la memoria del ataque del corsario holandés Pieter Van Der Doez a las islas de Gran Canaria y La Gomera en el verano de 1599, con una armada como nunca vieron ni –afortunadamente- han vuelto a ver estas islas (más de 70 barcos), y la iconografía casi siempre imaginada del pirata es la de un hombre muy mayor y con mucha autoridad. Pues resulta que el holandés tenía la “avanzada” edad de 37 años (no cumpliría más porque meses después moriría de malaria en la isla de São Tomé). Es decir, cuando le conferimos peso a una figura le solemos adjudicar mucha edad, que siempre fue sinónimo de sabiduría vital.

Todo cambió en el siglo XX, sobre todo después de la II Guerra Mundial. Fue en los años 50 y 60 cuando la juventud comenzó a ser valorada en sí misma, no como proyecto de madurez. Fue así hasta tal punto que muchos de los protagonistas de aquella nueva imagen han permanecido haciendo el mismo tipo de vida pública que hacían cuando eran veinteañeros, y así seguimos viendo a un septuagenario Mick Jagger dando saltos rockeros en los escenarios como si fuese un chaval. A partir de los años 70, los gurús del cine no alcanzaban 30 años, y si hablamos de las nuevas tecnologías informáticas todavía eran más jóvenes. De alguna forma, ese desprecio hacia la juventud que duró hasta ayer mismo ha cambiado para sobrevalorar lo joven por el mero hecho de serlo, como si tener pocos años te convirtiera de golpe en genios prodigiosos e imberbes como lo fueron Bill Gates, Georges Lucas o Steve Jobs en sus comienzos. Por el contrario, al alargarse la vida, la consideración hacia la vejez hoy es distinta, y podemos decir que se desprecia muchas veces la sabiduría de los años y el talento que personas mayores siguen atesorando. Y se da la circunstancia que hay un par de generaciones cogidas de lleno por este cambio, y fueron poco valoradas en su juventud porque tenían pocos años y ahora se les desprecia porque tienen una edad. Toda una paradoja, que está haciendo mucho daño a mucha gente.

Por supuesto, ser joven o mayor no te convierte por designio cósmico en un genio prematuro o en el anciano brujo de la tribu. De hecho, la larga ancianidad que es una conquista de la mejora de las condiciones de vida hace que se manifieste más el deterioro de las capacidades normales. Y eso no se tiene en cuenta, porque siguen empeñados en hacer un mundo para jóvenes, donde las nuevas tecnologías se han convertido en una barrera insalvable para muchas personas mayores, que tienen dificultades usando elementos tan necesarios y cotidianos como un simple despertador digital, un cajero automático o un teléfono móvil. Resulta casi imposible conseguir este tipo de elementos que sean de manejo accesible para sus posibilidades físicas.

Hasta los laboratorios farmacéuticos parecen haberse juramentado para hacer la vida más difícil a las personas mayores. Se venden medicamentos como si fuesen objetos de consumo que necesitan atraer la atención del cliente. Cambian diseños continuamente, y he visto cómo productos tan necesarios como las pastillas para la tensión crean continuamente confusión en un sector de la población que crece porcentualmente cada día, porque ya no saben si son las de la caja azul, la roja o la bicolor, y con el nombre del medicamento en letra diminuta. No se tiene en cuenta que hay personas con dificultades para leer esa letra tan pequeña, y sé de casos en que les resulta imposible distinguir el calmante del regulador de la tensión. Eso ocurre porque se ignora cada vez más a las personas mayores, y encima están cada día creándoles el terror sobre sus pensiones, cuando debiera procurárseles al menos la sensación de seguridad que se han ganado a pulso. Ya que no se les escucha, por lo menos sería deseable que se les ayude y se les respete. Declino hoy hablar del trato a las dependencias y a las personas mayores que viven solas, porque este es un asunto tan vergonzante que no es para reflexionar con pausa sino para cabrearse directamente.

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