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Compatriotas del tenista manifestándose ayer en su país en apoyo del jugador. EFE
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Lo que piense un tenista sobre una vacuna es equivalente a lo que piense sobre ese deporte quien nunca haya cogido una raqueta

Domingo, 9 de enero 2022, 09:24

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La controversia a propósito de la opinión contraria a la vacuna del tenista Novak Djokovic dice mucho más sobre cómo nos ha ido en esta pandemia, y en la vida en general, de lo que se puede suponer. Al fin y al cabo, no es más que otro episodio de nuestra ancestral creencia en el chamanismo, la santería o, en resumidas cuentas, la convicción de que la verdad no tiene tanto que ver con el dominio que se tenga de una materia sino con la mística que se le conceda a quien la enuncia.

Lo que piense un tenista sobre una vacuna es equivalente a lo que piense sobre ese deporte quien nunca haya cogido una raqueta. En ninguno de los dos casos, el escaso valor de la opinión se traduce en la limitación de la libertad de expresarla, pues eso es un derecho fundamental que cada cual tiene. Cosa distinta es que los demás tengamos que atender la parida mental.

Pero mientras el asunto es sencillo en el caso de tenistas, cantantes, futbolistas o tertulianos cuando se posicionan sobre lo divino y lo humano, el tema se complica cuando se trata de un político, pues no solo puede decir disparates sobre la pandemia sino convertirlos en norma de obligado cumplimiento. De esto hemos tenido, hasta hartarnos, en los últimos veinte meses.

En cualquier caso, que la clase política sea por su natural charlatana no es cosa que, por sí sola, deba ocasionar una catástrofe. Esta solo viene cuando la mayoría de la sociedad, en vez de documentarse en los canales apropiados –científicos en el caso de la pandemia– confía en lo que le dice alguien que, por mucho que presida un consejo de ministros, puede tener escasa habilidad para recitar la tabla del nueve. Y entonces, el problema ya no es de quien hable. Sino nuestro.

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