Con la muerte de Franco no murió la dictadura. En España todo es apariencia y, desde ese entonces, seguimos tratando de coser las costuras de un régimen que, como el patriarcado, solo muda de piel, pero no se extingue.
Hay varios síntomas de ello, por ejemplo esta corrupción líquida que padecemos y que se desparrama de arriba a abajo sin que aparentemente se pueda cerrar el grifo. Aunque quizás el más obvio es que Europa nos sitúa, cada vez con más frecuencia, al lado de Hungría y Polonia.
La simple sospecha de la vigilancia a líderes catalanes, además de a políticos de EH Bildu, es ya lo suficientemente grave como para que el propio Gobierno de Pedro Sánchez iniciara una investigación, salvo que lo supieran y callaran, porque sacaban ventaja de ello.
Hoy, al parecer, va a haber una reunión entre un representante del Gobierno de España y uno de la Generalitat por ver si se reconducen las relaciones. También por necesidad: el PSOE necesita los votos de ERC en el Parlamento.
Sea como sea que acabe esta reunión, que la democracia en España sigue sin estar asentada parece un hecho. Quizás por eso, en breve, podemos encontrarnos en una situación similar a la de Francia, donde la ciudadanía no teme a la ultraderechista Marine Le Pen por haber constatado que en el lado de Emmanuel Macron, o en el del «centrismo» español, se lleva demasiado tiempo cultivando actitudes que nada tienen que envidiar a la más abyectas de la ultraderecha.