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Cataluña, entre el amarillo y el negro

Jueves, 1 de enero 1970

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De la misma manera que los galos implantaron la escarapela (‘cintas de varios colores lazadas alrededor de un punto’) como símbolo de la Revolución Francesa (1789), muchos países utilizan el lazo amarillo con significados dispares.

Como tal símbolo va más allá de un trozo de tela gualda: es la representación de una idea. Así le ocurre al tema de la mar: Tomás Morales y García Cabrera pueden verla como elemento distanciador (aísla) o universalizador (conecta orillas). En Jorge Manrique representa el final de la vida («qu’es el morir»); para Antonio Machado significa -a veces- la victoria frente a la muerte («¡No puedo cantar, ni quiero / a ese Jesús del madero / sino al que anduvo en el mar!»)...

Incluso traduce solidaridad con las Fuerzas Armadas (Alemania); para chinos y coreanos del Sur recuerda tragedias marinas donde hubo centenares de muertos; los japoneses lo relacionan con ciudadanos ejemplares... Y en Cataluña comenzó a usarse acaso desde 1701, pero fue prohibido por el virrey español pues «creaba discordias entre las familias» durante la Guerra de Sucesión (1701-1713).

Por tanto, su proliferación actual (calles, plazas... de Cataluña) no es producto de la espontaneidad ante inmediatas circunstancias, sino la persistencia de un símbolo ya secular. Forma parte de su historia, como las inmensas fortunas almacenadas por la burguesía catalana con el negrero monopolio de la esclavitud hasta el mismo XIX (Cuba, Filipinas...) e invertidas en industrias, navieras, bancos... y suntuosas mansiones representativas de la monumentalidad modernista.

Si anteayer se identificó con uno de los bandos contendientes, hoy reivindica la libertad para los políticos independentistas encarcelados. Pero –debe quedar claro- estos no están en prisión provisional por sus legítimas ideas, sino ante la supuesta transgresión de leyes. Por tanto la libertad solicitada no puede implicar, en absoluto, el sobreseimiento de la causa (o causas) mientras la Justicia española considere la hipotética actuación delictiva de los presos. Y la Justicia no es una señoría, sino el organismo.

Otra cosa bien distinta es la decisión judicial de mantenerlos en la cárcel (si The New York Times no yerra, ocho fueron detenidos el 2 de noviembre de 2017). Obviamente, la disposición se acata: Dura lex, sed lex (‘La ley es dura, pero es la ley’) es máxima jurídica latina. Pero llevan ya diez meses, y sobre ellos no pesa ninguna sentencia condenatoria. Medios tiene el Estado, además, para el rigurosísimo control si se decidiera su excarcelación.

La situación social, por ende, se exacerba. Aumenta la tensión entre pacíficos ciudadanos ajenos a bloques, algunas de las veces llevados estos por ímpetus y apasionamientos irrespetuosos con las ideas del opuesto. Cuando empujones, golpes y alardes de poder rompen serenidades y elementales tolerancias, se entra en un contexto rigurosamente enquistado por posicionamientos de fuerza física ajena a la razón humana.

Y eso nada tiene que ver con un elemental punto de partida: independentistas y no independentistas ejercen su derecho constitucional cuando colocan o quitan lazos amarillos, respectivamente. Tal derecho está reconocido por la señora Fiscal General del Estado, nombrada por el Gobierno del señor Sánchez. Es más: incluso su colocación en dependencias oficiales viene avalada por la Sala de lo Contencioso Administrativo del TSJC (30 de julio).

Por tanto, sospecho que los Mossos d’Esquadra se extralimitan cuando identifican a quienes los retiran. Si la orden procede de instancias superiores -acaso políticas- su obligación es la denuncia de la misma, pues atenta contra la libertad de expresión. Para limitaciones ya basta con la ley Mordaza del PP. (Por cierto: ¿la mantiene el PSOE? ¿Por qué?)

Como miembros de una sociedad democrática, respetuosa con las ideas ajenas y su manifestación pública, los primeros reclaman la libertad de los políticos encarcelados y acusados de tres supuestos delitos: rebelión (artículo 72 del Código Penal), sedición (artículo 544) y malversación (artículo 432), muy graves imputaciones cuya irrebatible consistencia debe probar la Fiscalía en cuanto que se refieren a «Levantamiento público y en cierta hostilidad contra los poderes del Estado, con el fin de derrocarlos»; «Alzamiento colectivo y violento contra la autoridad, el orden público [...] sin llegar a la gravedad de la rebelión’ y ‘Sustracción de caudales o efectos públicos por autoridades o funcionarios», respectivamente.

Los no independentistas, también con todas las de la ley, retiran lazos amarillos. Algunos, con el rostro descubierto. Otros, protegidos por la negritud nocturna. Los terceros usan monos blancos. El cuarto grupo lo forma gente muy conocida por su representación popular: la acompaña un importante despliegue de periodistas, cámaras, escoltas...

Pero aquí surge ya el primer problema, en apariencia indisoluble: si unos los colocan y otros los quitan, ¿a dónde lleva el ejercicio del derecho? Pues, desgraciadamente, a la espontánea violencia. Al principio era solo verbal, se ejercía con insultos, provocaciones y algún que otro empujón. Sin embargo, días atrás Ciudadanos convocó una concentración a la que se sumaron dirigentes del PP («Por la convivencia y contra la violencia»): hubo violencia.

Hubo violencia, y no precisamente por quienes llevan a cabo el derecho ciudadano a la información visual: un cámara de Telemadrid fue agredido porque lo confundieron con un colega de TV3, televisión pública catalana. (¿Y si hubiera sido de TV3?) Se produjo, por tanto, una paradoja, pues la manifestación se realizaba -precisamente- para protestar contra la agresión física sufrida por una quitadora de lazos a la que el atacante también llamó «extranjera de mierda»... (Simple anécdota: algunos mossos aplican la ley Mordaza, levantan actas por «concentración no comunicada de más de veinte personas».)

Así, la rigurosa aplicación del artículo 155 –constitucional- no ha solucionado (ni tan siquiera remendado) la grave situación catalana. Lo cual confirma el planteamiento inicial de varios observadores, al que me adherí desde el primer momento: la solución a los problemas políticos está exclusivamente en la Política.

La sociedad civilizada, pues, debe usar palabras y sensatez absolutamente al margen de posicionamientos radicales e inflexibles. Pero –también es cierto- no se puede llegar a acuerdos con la previa condición de la independencia: rompe el equilibrio racional.

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