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C’est moi. Je l’ai tuée!», «¡Soy yo. La maté!», exclama fuera de sí el ex guardia civil don José cuando –a la manera de los cuchillos lorquianos- acaba de consumar su pasional asesinato: la muerta es Carmen, gitana que lo embriagó apasionadamente pero lo despecha tras la aparición de Escamillo, torero granaíno cuya valentía la deslumbra. Es el final de Carmen, ópera francesa adaptada de la novela escrita por Mérimée (1845) con variaciones en la versión cinematográfica de la Royal Opera House (ROH).

A la doce de la noche suena un disparo (últimas páginas de Los sufrimientos del joven Werther, novela escrita setenta años antes por Goethe). Werther vive todavía, pero agoniza: su criado lo encuentra en el suelo. El cuerpo está bañado en sangre. Casi a las veinticuatro horas (es el símbolo de la nocturnidad) lo enterraron en el lugar por él elegido. Carlota, su amor imposible, no lo acompañó: se había quedado con Alberto, muy preocupado por el impacto que el suicidio había producido en su mujer. Las últimas palabras de Werther fueron premonitorias: «Adiós, Carlota! ¡Adiós para la eternidad!». Obviamente, no hubo sacerdote en el entierro.

Con esta novela comienza el Romanticismo según los historiadores. Pero aunque no es el momento de entrar en detalles permítame, estimado lector, una consideración: el Romanticismo no es un movimiento literario. Es más, mucho más: es revolución, pues busca la libertad extrema; es nacionalismo; es antirracionalista... Y literaturiza lo anterior más la concepción negativa de la vida ante la imposibilidad de conseguir la felicidad, consideración trágica mucho más marcada y dominante entre los jóvenes cuando los embriaga el pesimismo frente al amor imposible. (A veces les parece factible, pero el sino fatal se interpone.)

El suicidio viene a ser, entonces, algo así como la liberación, la única salida para evitar la perenne tragedia de la vida, escollo para la felicidad. Esta característica del romántico literario –identificada superficialmente como la única que define al Romanticismo- llevó a la Iglesia a su condena, pues el suicida reta al Dios católico.

Tal decisión final la tomó también el protagonista de Don Álvaro o la fuerza del sino -1835-, y ella cierra esta obra teatral: es el colofón al funesto destino, al hado maldito, a la torcida estrella que llevaba escrita la maldición de don Álvaro desde el momento de su nacimiento: «¡Infierno, abre tu boca y trágame! [...] Exterminio, destrucción...! (Sube a lo más alto del monte y se precipita.)».

En medio, pues, siempre el quimérico amor y la violencia como última salida. Los protagonistas mueren. Carmen, asesinada por don José (ROH) cuando rompe con él: la pasión por el torero Escamillo la había devuelto al ensueño. Por tanto, el ansia de libertad y de realización personal la condujeron a la muerte violenta: «O mía o de nadie». Werther y don Álvaro se suicidan. El primero desesperó siempre por Carlota («¡Me siento rodeado de ti! ¡Amada silueta!»). Pero pierde la esperanza tras su matrimonio con Alberto. De Carlota sabemos hasta la penúltima línea en la novela: se teme por su vida. Horas antes, a poco del suicidio de Werther, «un estremecimiento recorrió sus miembros [...] Carlota se desmayó ante Alberto».

El suicidio –Werther, don Álvaro...- es decisión personal, libre, rigurosamente respetable. Y la eutanasia es derecho frente a padecimientos físicos, degradación de la dignidad humana... Pero otra cosa bien distinta es el asesinato: nadie, absolutamente nadie, ni tan siquiera el Estado –a quien se la reconoce el artículo 15 de la Constitución «para tiempos de guerra»- tiene autoridad, competencia o justificación alguna para disponer de la vida ajena (salvo, claro, en reconocida actuación de autodefensa o testamento vital).

Por tanto –otra cosa son los dictámenes psiquiátricos que, por atrofias mentales, pueden conducir a la reclusión médica vigilada- la violencia empleada por don José en Carmen jamás podrá ser socialmente aceptada, ni tan siquiera como pasajero arranque pasional. Las revistas científicas exponen el complejísimo entramado de nuestras redes neuronales; la psiquiatría da explicaciones; la ciencia médica podrá revelar desajustes cerebrales... Pero nadie, absolutamente nadie, puede matar a su pareja a pesar de distorsiones mentales momentáneas, posibles e incluso probables.

Desde los primeros años de mi primera juventud memoricé en mi pueblo, Gáldar, dos barbaridades que no he podido olvidar: «Los hombres llegan hasta donde las mujeres les permiten». La otra, también impactante: «Si el marido le pega, por algo será». El mundo, sospeché, empezaba a ser mío solo por mi propia condición varonil.

Y como en la OJE (Organización Juvenil Española, ¡Vivaspaña!) y en las reuniones de Acción Católica («galardón del ibérico solar») jamás contradijeron tales afirmaciones... las di como verdades imperecederas, a fin de cuentas los mayores nunca se equivocaban. Mucho menos, claro, si eran la esencia espiritual de España.

Más: no solo las escuchaba entre hombres cuando se echaban los piscos del mediodía en las tiendas de ultramarinos de Antonito Moreno, Isidrito Medina..., allí donde yo acudía por reales ordenanzas para comprar el olvidado paquete de arroz, rebelión la mía con rasgos absolutamente desatendidos pues mi honor de varón recién llegado a los doce años resultaba impactado. También las susurraban algunas mujeres («Algo habrá hecho Juanita, estoy segura»...).

Sin embargo... callamos ante las diarias masacres sobre poblaciones de otros países. Los cuerpos ahogados que flotan en las aguas del Mediterráneo son casi lo cotidiano: dirán que es el sino, el hado... ¿En nombre de qué civilización se asesina a miles de humanos cuando los todopoderosos ejércitos bombardean viviendas, escuelas y hospitales con armas construidas por países civilizados? Sí, ya lo sé: son los errores colaterales. Resignación.

Me siguen revolviendo los don José de turno; me repelen las manadas que empiezan a florecer... Se asesina en la mar, en tierra: la mujer zaragozana acaba de morir tras la paliza de su marido. La Nueva Manada viola en el Sur de Gran Canaria, acaso el efecto llamada... Y algunos jueces justifican –legalmente- las excarcelaciones.

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