Borrar

Necesitas ser registrado para acceder a esta funcionalidad.

Compartir

Todos hemos vivido la pérdida de la inocencia de forma traumática. Creo que no hay otra forma de que la fantasía y la magia de los Reyes Magos sea violada. Se derrumban los mundos imaginarios y se impone la realidad, y si no tenemos otras oportunidades nos hundimos al abrir ese garaje municipal para las carrozas de las cabalgatas que descubrió Alejandro, el niño al que el escritor Santiago Gil hizo perder la inocencia sobre los Reyes Magos. (Queridos Reyes Magos, Amazon 2015)

Los adultos, como los padres del niño de Santiago Gil, seguimos siendo responsables de la creación de la fantasía en un intento de sostener la inocencia, la pureza originaria, la del paraíso, la que atribuimos los limpios de corazón. Queremos prolongar el mundo en el que soñamos vivir, el de los cuentos y las hadas, el de la felicidad. Pero también somos los encargados de devolver a los hijos a la realidad, o, por simple dejación, abandonarlos a su suerte en el mundo real.

Perder la inocencia la noche de Reyes es un drama que marca mucho. Al menos yo lo viví así. Es de las cosas que mejor se han grabado en mi memoria. Me lo reveló mi abuela un día del mes de diciembre, antes de Navidad, subiendo a la Montaña de Guía. Ella con su pañuelo negro de eterno luto y una caja a la cabeza, y yo, con apenas siete años, caminando a tropezones a su alrededor, poniendo en peligro su estabilidad y la de la caja esmeradamente preparada por Juanito, el de la tienda, con la compra del mes. Discutí con ella. Le rebatí y lloré para tratar de que entendiese que los Reyes sí existían, que era imposible su teoría de que los padres compraban y ponían los juguetes en los zapatos.

Ella, fiel a su cruel misión, no me devolvió la ilusión. Insistió en quitarme toda esperanza. Me imagino que con buena intención, como todo lo que hacía por mí. Por aquel entonces las cosas no estaban para Reyes en mi familia.

Tengo que decirles que, por supuesto, no creí a mi abuela. Como no la creí cuando me decía que el «papel lo aguanta todo» tras leerle algunos panfletos que el régimen franquista nos hacía estudiar sobre las bondades del Fuero de los Españoles. Claro, que ella era republicana y había perdido a su marido en el Lazareto de Gando cuando tenía 23 años y tres hijos que sostener en un mundo en el que habían ganado sus enemigos. Pero esa es otra historia.

Descubrí que era verdad lo que mi abuela me trataba de meter en la cabeza meses después, cuando nació mi hermana. Mi hermana, se llama Reyes, y ya se imaginan por qué le pusieron ese nombre. Nació esa noche, precisamente la noche en la que los Reyes me tenían que dejar mi primera y deseada bicicleta. Mi madre se puso de parto a media tarde. La recuerdo cogida fuertemente del respaldo de una silla dando gritos y, desde mi inocencia, le pregunté que qué le pasaba. «Este niño es tonto, llévatelo de aquí», le dijo a mi abuela, que había aparecido desde que comenzó a dar los primeros alaridos. Creo que Las Boticarias entera se enteró de que mi madre estaba de parto. Todos los adultos corrieron al Hospital de San Roque. Nos quedamos solos mi hermana y yo, olvidados ante el nuevo acontecimiento familiar. Más tarde apareció mi abuela, nos acostó y se marchó. La noche debió ser ajetreada para mi madre. Tenía unos partos tormentosos.

La

Cuando me levanté no había nadie en la casa. Saqué de la cama a mi hermana para ir donde habíamos dejado los zapatos el día anterior, la hierba fresca y el agua, además de un par de galletas Tamarán. Allí estaba todo, nadie lo había tocado. No estaba la bici, ni un triste regalo. Mi hermana y yo nos preguntamos qué podría haber pasado, y la explicación nos la dio mi padre horas después cuando llegó: «Los Reyes les han traído una nueva hermana». El hombre había pasado la noche en el hospital de San Roque con mi madre. Aún así, delante de nosotros, sin pensarlo dos veces, cogió una silla y bajó los regalos de encima del ropero. Aquel ropero que tantos secretos escondía y al que no llegábamos ni con la silla más alta de la casa. Ni siquiera estaban envueltos. Para mí era un gran coche blanco, un deportivo, no recuerdo de qué marca. Con aquella carcaza blanca de plástico se desvaneció mi última esperanza sobre los Reyes Magos y mi esperada bicicleta.

La verdad es que no recuerdo sufrir un trauma. A lo mejor ya había perdido la inocencia y los Reyes eran una de mis últimas etapas en este proceso de cambio que sufrimos lentamente cuando viajamos de la niñez a la madurez. Esto de la adolescencia es cosa de países ricos. Ni tan siquiera recuerdo agravios. Creo que estábamos acostumbrados a ser pobres. Jamás fueron comparables mis reyes con los de los niños del casco con los que iba a clase, ni estábamos sometidos al consumo, a la apariencia social, como describe Santiago de sus personajes ubicados en una zona céntrica de la capital grancanaria, con estudios y ejerciendo profesiones liberales. Aún así tuvo que ser un mazazo.

Las fantasías terminan como las carrozas de la cabalgata del día de Reyes en los garajes o como mi coche nuevo, arrinconado por la desilusión. Son como los barcos fantasmas que surcan los mares. Nos sentimos muchas veces como papahuevos almacenados, como carrozas destrozadas después de la batalla de flores, como disfraces aparcados en un armario esperando a que alguien los elija. Ese parece el destino final de los que sucumben a la fantasía en una sociedad construida a base de excesivas razones y escasas ilusiones. Somos hijos de la Ilustración, ese engaño masivo en el que hemos caído y que nos obliga a aparcar nuestros sueños para dejar paso a un mundo ordenado por las ideas, a la apariencia social y a los deberes impuestos, de los que, siempre terminamos siendo víctimas.

Alguien ha escrito, de forma errónea, que nuestro destino es renunciar a lo que queremos, a la fantasía, a nuestras ilusiones, a las aspiraciones, a los proyectos, a los deseos a los sueños. Hemos decidido que nuestro destino sea abandonarnos a un mundo ordenado en el que esté preestablecido lo que tengamos que hacer. Los que logramos escapar a ese remedo de siglos de historia también tenemos la tentación permanente de sucumbir de nuevo al poder de la razón. Pero yo, ni tú, ni muchos de los que hoy celebramos los Reyes, hemos estado dispuestos a terminar en ese garaje municipal en el que el personaje de Santiago Gil perdió la inocencia, quizás por eso nos gustan los sueños, la creación, la sabiduría, la fantasía, los sentimientos, ese cúmulo de sensaciones de vivir la alegría y el dolor como parte de un todo. Un día un niño se paró ante un pensador y le preguntó: ¿De qué tamaño es el universo?

El universo tiene el tamaño de tu mundo. Le contestó el sabio. El niño, confundido, preguntó de nuevo: ¿Y de qué tamaño es mi mundo? Del tamaño de tus sueños, le contestó el sabio.

Si tus sueños son pequeños, tu mundo es pequeño, tus metas serán limitadas, tu camino será estrecho, tu capacidad para soportar la adversidad será endeble. Los sueños dan sentido a la existencia. Si tus sueños son débiles tu comida no tendrá sabor, tus primaveras no tendrán flores, tus mañanas no tendrán rocío, tus emociones no tendrán romances.

Reporta un error en esta noticia

* Campos obligatorios