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En una travesía de diez años cada persona hace un camino que le lleva a conocer nuevas maneras de asomarse a lo que mira y también a una nueva escritura si uno escribe aunque no esté escribiendo, si se mira todo como si fuera nuevo, y si se lee y se dejan asentar las palabras donde no llega la razón, ni la conciencia, justo allí donde luego acontece el milagro del verso, en ese extraño cruce entre la vida y la muerte que es la poesía, la mirada bifronte que se asoma a lo eterno al mismo tiempo que se adentra en lo cercano.

Alicia Llarena ha dejado que pasen esos diez años entre sus libros de poemas y ahora se presenta con El amor ciego (Huerga y Fierro) con la madurez de todo ese tiempo amado y desamado, rozando el éxtasis y el desespero cíclicamente, rebuscando en la sencillez, en lo más puro, allí donde la palabra se convierte en el propio camino a medida que vamos leyendo. Habla del amor y de la puñalada del amor, y también de la ceguera que se vive en ambos casos; pero aun en el desengaño y la decepción nos enseña la grandeza de la vida cuando acontece ese milagro de querer a otra persona que ayuda a dar sentido a la existencia. Alicia es una poeta, una médium entre su tiempo y todos los tiempos, una escuchadora de todas sus voces y de todos sus sentimientos, y de esa forma se adentra también en todas nuestras voces y en nuestras propias emociones, porque ya nos recuerda en sus versos que siempre «hay amores que llegan con su misterio bajo el brazo». Y ese misterio hace que una y otra vez sigamos buscando, o que nos siga buscando el propio amor, que es lo que sucede casi siempre sin que nos demos cuenta: «Tengo una guerra de tambores africanos/en el centro del pecho/ un djembe que hace ruido en la alta noche/ con su voz de selva antigua y su insistente ronquera/ una agitación que no descansa un tam tam que martillea».

Y cuando llega ese tam tam que nos desvela solo nos queda transitar el camino confiando en la sapiencia del tiempo y en nuestros propios atavismos, porque nunca sabemos nada cuando amamos, porque se ama siempre, si realmente se ama, como si fuéramos los protagonistas de un sueño inventado solo para nosotros por vez primera, igual que si se estrenara el mundo de repente. Y lo que buscamos no es más que la resolución del enigma, el sentido de nuestra existencia, la intriga de por qué estamos tan cerca, casi como si fuéramos un mismo cuerpo demediado, como el de aquel vizconde de Calvino, que se conjura y se reinventa con alguien que no habíamos visto nunca antes. Y todo eso lo descubres cuando abres un día la puerta y «hay un olor a ángeles en el pasillo de la casa/algo parecido a un renacimiento en las luces de la calle/un principio de fiesta en el corazón». Todo lo demás ya es un milagro o una desdicha, pero entretanto creo que es lo único que da sentido a la existencia.

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