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A miles de kilómetros de distancia, los estudiantes canarios de la Universidad de La Laguna llevaban a cabo su peculiar revuelta a la francesa influenciados por la ola de protestas contra la Dictadura.

Hace ahora 50 años que tembló el gobierno del general De Gaulle, los ideales patrios de una de las mas afianzadas repúblicas del planeta y, con ellos, la Europa capitalista.

La televisión del Régimen se ocupó de que se vieran imágenes del enfrentamiento de jóvenes airados, levantando los adoquines de las calles, a cantazo limpio, contra la Policía armada protegida con material antidisturbios antes nunca visto.

Ocurrió en el París del llamado «Mayo francés del 68» que ha devenido en otro de los grandes acontecimientos de los que, ya demasiadas veces, los medios han titulado con «desde entonces ya nada ha sido igual», o «el mundo cambió para siempre».

Quizá la forma palmaria de que, también, se repita aquello de «que es necesario que todo cambie para que todo siga igual».

Ocupar las calles

Fue en ese mes de mayo cuando masas de estudiantes, convocados en asamblea permanente, escuchaban las soflamas de un tal Daniel Con Bendit, «Dani el rojo», que los incitaba a ocupar calles y aulas universitarias en pos de un nuevo estado de cosas bajo el lema rotulado en paredes de las clases, edificios y bases de nobles monumentos de «se realista, pide lo imposible».

A miles de kilómetros de distancia, los estudiantes canarios de la Universidad de La Laguna también llevaban a cabo su peculiar revuelta a la francesa influenciados por la ola de protestas contra la Dictadura de distritos universitarios de todo el Estado Español.

Así aparecía la consigna de «construyen universidades que no serán para vuestros hijos» escrita, en negro, en una de las paredes de una nueva construcción universitaria que la policía borraba por las tardes y los estudiantes volvían a rotular, sobre lo albeado, por las noches, en su afán por involucrar a los obreros en la causa estudiantil.

Reuniones clandestinas

Había reuniones clandestinas nocturnas en algún convento que, al ser avisados los estudiantes de que, por algún desaprensivo chivatazo, la Policía hacia acto de presencia y daba mandobles en el portón de entrada una monja guiaba al grupo a la capilla y, ¡oh sorpresa!, la policía se daba de bruces con un grupo de jóvenes, en devota actitud ante el sagrario, a lo que la monja, hermanita de la Caridad, daba la ingenua explicación a los pasmados comisarios de que estaban en horas de la «adoración nocturna».

Se desafiaba a los grises parapetados en los muros y ventanales de la universidad, a sabiendas de que les estaba prohibido entrar en el campus, algunos tapada la boca con pañuelos blancos y armados con tiraderas de matar pájaros.

En los cuartos de estudiantes de pensiones y colegios mayores se guardaban montañas de panfletos escritos a máquina, por las noches, con música de fondo para no despertar sospechas por el ruido de las tiradas a máquina de ciclostil con los que, las mañanas, aparecían sembrados los pasillos de la universidad.

Como era difícil emular a las masas enfebrecidas que lanzaban soflamas revolucionarias, un día y otro, por las céntricas calles de París, se organizaban pacíficas manifestaciones de no más de dos centenares de universitarios que se daban cita, boca a boca, en la Plaza del Adelantado.

Se aconsejaba que nos cubriéramos la cara con una carpeta, libro o cartón para evitar ser el foco de los policías de paisano que no paraban de cliquear sus cámaras de fotos desde la calle de enfrente.

Una de las veces no hubo escapada antes de que alguien avisara de que llegaban los grises.

Frente a frente, el grupo de atrevidos universitarios y el contingente policial armados con casco y porras. El jefe, altavoz en mano, advierte de que si no se da por concluida la quedada antes del ultimo aviso de que «se dispersen», habría carga.

Pero si que la hubo antes del último aviso de abandono de la plaza. Se produjo la estampida y el que escribe, un pibe frisando los veinte y un año, corrió a refugiarse en la cercana iglesia porque era sabedor de que estaba vigente aquello de «protegerse en sagrado», por lo que, nadie refugiado en un templo, podía ser perseguido ni ser hecho preso. La sorpresa fue encontrarse a un colega que, ante el chirgo que le entró, no se le ocurrió otra cosa mejor que meterse dentro de un confesionario.

Disertación

En ese final de curso, uno de los fundadores de la revista Cuadernos para el diálogo y del partido de la Democracia cristiana, Ruíz Jiménez, dictó una conferencia con el paraninfo de la universidad que estaba a reventar.

En un momento de su disertación sonó una atronadora ovación, con todo el mundo puesto en pie, cuando dijo, en referencia al Evangelio y la España católica: «Está bien dar a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César, pero es que, en este país, el César se ha cogido lo que es de Dios». Señal de que algo estaba cambiando en los últimos estertores del franquismo dominado por los nuevos tecnócratas y el Opus Dei.

Años después, para dar muestras de cierta apertura inventaron lo del «contraste de pareceres» cuando, ya hacía tiempo, en las aulas de la universidad, se discutía de todo y, con la llegada del nuevo curso y las trazas del revolucionario «Mayo en francés» todavía frescas en la memoria y los ánimos, se volvieron a reunir los vocales designados por los estudiantes para elegir la nueva junta de distrito.

Meses antes algunos universitarios, miembros de las células del Partido comunista, se presentaban en las reuniones con las fotos de Carlos Marx y Lenin, copias emblemas del revolucionario mayo francés.

Disputas

Continuaban las agrias disputas por hacerse con el poder entre los llamados de la «junta democrática» y los más radicales del «Partido» que habían protagonizado las mayores revueltas de la primavera lagunera.

Entonces los «demócratas» se tomaron debida venganza y mostraban a los comunistas la reivindicación de “otro imposible”: fotos con los tanques soviéticos aplastando a jóvenes y obreros que gritaban libertad en la también frustrada «primavera de Praga».

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