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Con los pasos contados

Con los pasos contados

«Este aislamiento nos ha sacado de nuestro individualismo y ahora miramos con más ternura a quienes asoman por los balcones y ventanas del otro lado de la calle desde la certeza de que son igual de vulnerables y de que nos espera un único destino»

Jueves, 1 de enero 1970

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El virus nos va a cambiar. No sé si para bien o para mal, pero cada día aprendemos a echar de menos algo. Los gritos hipohuracanados del aparcacoches del barrio, el ratito de agonía con mi sádico monitor de spinning, la media hora diaria de atasco, las risas en vivo con las personas amadas, las carreras urbanas para llegar a las citas informativas, las puestas de sol en Las Canteras, la evasión en la penumbra de la sala de cine... Demasiadas cosas.

Son pequeñas pérdidas. Duelos diminutos y consecutivos que nos recuerdan que, en cualquier momento, nuestro castillo de cristal, enterito, puede acabar hecho añicos.

Intentamos silenciar estas maguas empachándonos de videollamadas a cuatro bandas, de conversaciones infinitas de whatsapp, de memes y vídeos tronchantes y muchas, muchas llamadas telefónicas.

Cuando el teléfono, al borde de la ignición, pide un respiro, el silencio lo invade todo. Es entonces cuando me sorprendo yendo y viniendo sin rumbo por mi pequeño apartamento cual leona enjaulada, de tal forma que he empezado a hablarle a Evaristo, el eficaz robot aspirador que da casi tantas vueltas como yo.

No me contesta. Tampoco me extraña. Conozco a seres humanos menos receptivos que él. Da igual. No puedo evitar decirle cosas bonitas por pura gratitud.

Quizá tanto entretenimiento compulsivo solo sea una forma de sentirnos menos vulnerables, de mirar hacia otro lado y esquivar la llamada de la enfermedad y de la muerte.

De nada sirvió que en el colegio nos grabaran a fuego aquello de Nuestras vidas son los ríos, que van a dar en la mar, que es el morir porque las almas perdieron la memoria y el seso, si le dejan, duerme a pierna suelta.

Y así andábamos, alelados, cuando casi de la noche a la mañana nos hemos convertido en embajadores de lo inexorable. Hemos interiorizado la muerte de una forma extraña, casi física, como sus seguros portadores.

Sentir a diario que nuestros pasos están contados tiene sus ventajas. El encierro nos ha enseñado que no tenemos que dejar nada por hacer ni por decir porque cualquier día desaparecemos, que la vida es un regalo que no apreciamos en su justa medida, que los males llegan solos y son inevitables, que nuestro tiempo -el que ahora nos sobra- es limitado, que por fortuna no hemos vivido en nuestras carnes el hambre y la guerra, que a pesar del encierro no estamos solos porque tenemos responsabilidades compartidas y, sobre todo, que el sentido común y comunitario que usamos para aplaudir a diario y por unanimidad a los sanitarios podría hacer de la tierra algo que se pareciera un pelín más al paraíso.

Este aislamiento nos ha sacado de nuestro individualismo y ahora miramos con más ternura a quienes asoman por los balcones y ventanas del otro lado de la calle, desde la certeza de que son igual de vulnerables y a todos nos espera un único destino.

Por lo pronto, a las 7, haremos las palmas y coros a los vecinos del cuarto que todos los días se marcan un pequeño concierto familiar con guitarra y pandereta.

Por algo se empieza.

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