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El capitalismo es muy refinado. Cuando te haces con un producto estás comprando algo más. En concreto, una vivencia, una sensación de satisfacción y, por supuesto, una manera de matar el tiempo. De hecho, muchos acuden a los centros comerciales de referencia a pasar el rato aunque sepan de antemano que no se van a hacer con nada o, puede también, que tentados acaben sacando la tarjeta y se lleven algo a casa. Es más, en verano permite desahogarte del calor gracias al aire acondicionado. Por lo tanto, adquieres un pantalón o una camisa o lo que sea pero al tiempo estás recibiendo otra cosa. Y la dependienta de la zona de las colonias al enseñarte amablemente las muestras comienza a soltar un listado de atributos de cada esencia. No es solo la colonia, es su aparente frescura o su potencial masculinidad que le han dicho que realce en todo caso al cliente en un curso recibido en la central. Y, cómo no, este aprendizaje no está incorporado en la cultura del consumo que habita en el ciudadano medio.

Asombra cómo hay tantos centros comerciales. No sé qué estudio de mercado habrá aconsejado la apertura de cada uno pero lo más interesante sería qué piensan los gestores de los más antiguos cuando ven que se inauguran otros nuevos que, como es natural, centran ahora la atención en el periodo navideño. Se convierten en catedrales del consumo donde por un momento se redime la baja autoestima comprando bienes que realmente no se necesita.

Digo lo de la autoestima porque la impotencia causada por la sociedad de consumo hace que muchas personas la tengan, de manera fundada o no, baja. Nos queremos poco. Y luego están los prejuicios y complejos que se acarrean bien porque no sabemos deslindarnos de los subidones instantáneos en aras de la calma o porque no somos propensos a reflexionar. A menudo compramos y después en frío no le reconocemos sentido. Es muy importante la madurez emocional. Tenemos que saber manejarla para no atragantarnos y hacernos un lío redoblando ese problema que nunca fue tal y que ningún producto lo va a arreglar. Algunos reaccionan con desmesura y, como rezan las máximas populares, se ahogan en un vaso de agua. Nadie está libre de pecado. Y abanderar estos estímulos a las puertas de Navidad es, no me engaño, un brindis al sol. Pero cuando pasen las fiestas y las pertinentes rebajas no estaría de más repensar qué consumimos y cómo lo hacemos en cuanto que nos aporta una falsa felicidad. Solo por eso. Al final, es la rutina la que dibuja las luces y sombras de nuestras vidas. El frenesí dura poco.

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