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Con menos frecuencia de la que me gustaría intento poner el broche a la jornada laboral con un recorrido por el Paseo de San José y sus aledaños. Adentrarse en sus calles, tras dejar atrás el señorío de luz en penumbra de Vegueta, es como una regresión, como caminar por una ciudad que todavía muestra el paisaje y paisanaje de algunas décadas atrás.
Si lo hago en silencio es como si todavía retumbara en mis oídos un viejo transistor en Onda Media. Como si fuera domingo por la mañana y la antena emitiera el minuto y resultado de un duelo de Tercera entre el Ferreras y el Artesano.
Sobre todo porque la estampa urbana en esas calles tan próximas al corazón de la ciudad, tan alejadas del visor de los que la gobiernan, es la del comercio local. La de los bares de toda la vida donde el pizco de ron se sirve sin preguntar al cliente, parroquiano leal. Las peluquerías, las pajarerías, todas respondiendo aún a apellidos que llevan muchos años en el lugar.
Todo eso forma identidad. Calles con su propia personalidad, que dan tejido al lugar. Eso es muy difícil verlo en el centro de Las Palmas de Gran Canaria digamos, por ejemplo, en Triana. Caminar por la Calle Mayor de la capital insular ya no es muy distinto de hacerlo por la vía principal de Pisa, en Italia. Son las mismas tiendas, los mismos escaparates, la misma fotografía promocional de Inditex.
Son los tiempos de la aldea global y el paso corto, del camino desnudo a la desmemoria. Y uno de los pocos síntomas de arraigo que nos queda es el de comprarle el pan al vecino. Es difícil evitar ser un clon, andar por la vida con el rostro agachado sobre la pantalla del teléfono, pero todavía para algunos es reconfortante el sentirse distinto. De un tiempo, de un lugar. El pasar por una calle en la que la postal que queda al transitarla sea inigualable en el mundo.
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