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Mikel Ayestaran
Enviado especial. Afanasivka
Viernes, 9 de junio 2023, 21:27
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Agua por todos lados. Un agua de color marrón, amenazante, que avanza con fuerza y no para de subir. Las tres carreteras de acceso a Afanasivka han desaparecido y esta localidad ubicada en la cuenca del Inhulets que antes de la guerra tenía unos 700 habitantes se ha convertido en una isla a la que solo se puede entrar y salir en las lanchas de los equipos de rescate. La crecida del Dniéper se nota en los demás ríos vecinos y las zonas rurales de la región de Mikolaev, que los rusos ocuparon durante nueve meses y han resultado seriamente afectadas por la inundación.
«Hacemos una media de 200 viajes por día», confiesa uno de los responsables de la embarcación de rescate. Trabajan de sol a sol, llevan como máximo a seis pasajeros en cada trayecto y no pueden transportar carga ni animales de gran tamaño.
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Afanasivka es una pequeña localidad que antes de la guerra tenía medio millar de habitantes, la mayoría ganaderos y agricultores. Muchos huyeron tras la llegada de los rusos, pero con la liberación de noviembre se animaron a regresar y ahora lo han perdido todo. Si la guerra y la ocupación no eran ya suficiente castigo, les ha tocado ver el río como nunca lo habían visto en sus vidas.
El recorrido en barca dura apenas diez minutos. En la otra orilla los vecinos esperan su turno con paciencia. Donde antes paraba el autobús, ahora se detiene la lancha hinchable. «No tenemos luz, ni agua, ni conexión telefónica y la única comida que recibimos es el pan que traen los militares dos veces al día, no hay nada más», explica Olena Guluk, pegada a su pequeño chihuahua de color marrón. Ella aguarda junto a sus vecinas el turno para poder cruzar y viajar hasta la localidad de Snihurivka con el propósito de comprar algo de comida.
«No podemos dejar las casas porque tenemos animales y nos necesitan. No hay forma de evacuar el ganado y no nos podemos ir: moriría», explica Natalia Trimud, vecina que tiene una veintena de reses. Se protegen del sol bajo una higuera y de fondo se escucha el mugir de vacas lecheras, que ahora pastan en el parque central. Aunque las condiciones de vida son duras, los viajes son de ida y vuelta. No quieren escuchar de nuevo la palabra «evacuación», como ocurrió cuando llegaron los rusos.
«Si sobrevivimos a la ocupación, también lo haremos ahora. Aquellos fueron meses de hambre, desconfianza y miedo y ahora nos toca un momento de terror. Yo, además, no sé nadar y siento pánico al verme rodeada de agua. En mi caso, el agua da más miedo que la ocupación. ¡Ojalá un milagro detenga la crecida y recuperemos pronto nuestras vidas!», exclama Natalia Moiseiva, también ganadera. Tienen la piel seca y quemada por el sol, viven continuamente pendientes del río y rezan para que Dios ponga freno a la subida de las aguas.
«Lo más importante no es la comida, ni el agua potable, lo más importante es que lleguen más armas para acabar de una vez con el enemigo, expulsarle de nuestra tierra, solo así podremos vivir en paz», piensa, por su parte, Yuri, quien insiste en mostrar su casa en la que el agua le llega por encima de la cintura. Intenta rescatar todo lo rescatable, pero tiene miedo a que el cauce esté contaminado y le provoque alguna infección.
Los responsables de Sanidad ya han alertado de que pronto comenzarán a ser visibles los cuerpos hinchados de animales muertos y temen que serán muchos porque la zona anegada está llena de granjas. De momento, lo que sí comienzan a poblar las orillas son pequeños peces muertos.
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No hay vecino en Afanasivka que no quiera compartir su desgracia. Aleksander lo hace al volante de su viejo Lada, una pieza de museo que arranca con mucha dificultad y retumba en el silencio de este pueblo convertido en isla. Conduce casi sin mirar hasta las tres carreteras que antes servían para salir del pueblo y que ahora no existen. Acelera hasta llegar al límite del agua. Frena de golpe, maldice y da marcha atrás.
«Estamos rodeados, rodeados y lo he perdido todo, mis tomates, mis coles, mis semillas… Toda mi vida ha quedado bajo el agua por culpa de Putin, le maldigo», exclama este hombretón de ojos azules antes de romper a llorar preso de la impotencia. Las lágrimas caen sobre el agua que anega sus invernaderos. Está roto. Aleksander ha quedado atrapado en Afanasivka, un pueblo que ahora solo es un trozo de tierra en medio de una inundación por culpa de la voladura de la presa Kajovka.
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