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Carlos Guerra (periodista), Lucas F. Borkel (filósofo) y Jaime Rojas (doctor en Física)
Jueves, 1 de enero 1970
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La única receta sería entonces prevenir al máximo e instalar cortafuegos, renunciando a parte de nuestra libertad en favor de una mayor percepción de seguridad. Un camino lleno de trampas y de difícil retorno si las circunstancias cambian. ¿Qué hacer entonces? ¿Es el odio inevitable o es posible vivir en un mundo libre de él? Dicho en otros términos: ¿estamos preparados para una experiencia vital ajena al odio, la intolerancia y el dogmatismo?
«Es igual de imposible que vivir sin amor. Incluso el ser humano es capaz de simultanear ambas emociones», comenta Ricardo Gopar, publicista y apasionado de la psicología. «Estamos ante una paradoja», señala la artista Alba González. «¿Para considerarnos tolerantes debemos tolerar la intolerancia? Hemos de odiar -intensamente incluso- las expresiones de odio, para así motivarnos a evitarlas y erradicarlas».
Responder a estas preguntas no es un arte nuevo. Pero si en el pasado nuestros más acérrimos enemigos se encontraban próximos y podíamos identificarlos -así como ellos a nosotros-, hoy cualquiera está en disposición de odiarnos, por ajeno que resulte a nuestra realidad cotidiana, haciendo ardua la tarea identificativa y generando tentaciones totalizadoras.
Así, los atentados de Cataluña habrían sido provocados por islamistas, árabes o musulmanes. De una forma u otra necesitamos identificar la amenaza para saber de qué protegernos, aunque dicha identificación sea errónea de base. Lo que hace tan peligroso este odiar a distancia es que no procede de una eventualidad o agravio puntual, sino que invade categorías mentales enteras: occidental, blanco, negro, judío, homosexual, musulmán, transexual, inmigrante, indigente...
El informe de 2016 sobre delitos de odio en España muestra que racismo y xenofobia son los incidentes más comunes, aunque la discriminación por sexo o género es lo que más aumenta. Desde pequeños descubrimos que estamos bien armados para odiar, así como amar y ayudar arriesgando incluso nuestras propias vidas. Está escrito en nuestros genes: cooperación y conflicto son dos caras de la misma moneda, rasgos típicos del ser humano y otros primates. Pero esa verdad científica no nos lleva a equipararlas. Para eso contamos con la moral y los principios éticos. ¿Quién no desea vivir en un mundo donde predomine la empatía sobre la intolerancia?
Hoy surge una nueva forma de canalizar estos fenómenos sociales: la Red. En ella la cuestión del odio parece haber cobrado una nueva dimensión y su propagación se ha acelerado de forma drástica. Las masas siguen -seguimos- apoyando la irracionalidad, devastadora de todo aquello que encuentra a su paso. No importa nuestra confianza en el mundo civilizado que creemos habitar, pues a cada poco demostramos nuestra falta de visión y susceptibilidad al fanatismo y la histeria colectiva.
En la Red nos sentimos anónimos y merodeamos ocultos en la sombra de lo virtual. En ella descargamos nuestras opiniones pero también nuestros impulsos y frustraciones: lo virtual como dimensión psicológica y moral,que nos muestra rasgos y potencialidades que no suelen aflorar en el día a día. La psicología tiende a considerar al sujeto que odia como portador de una enfermedad grave. A nivel colectivo ese odio a categorías supone una enfermedad social. El ataque a la mezquita de Granada tras los atentados de Cataluña o los vídeos que circulan equiparando a refugiados e inmigrantes con terroristas son algunos ejemplos.
El odio que anida en una mente altera su juicio y percepción, construyendo la identidad del individuo en torno a ella y generando fanatismo y actitudes violentas. El sujeto del odio busca la aniquilación del objeto odiado, de manera más o menos consciente. La paradoja es clara: este sentimiento no desaparece con la destrucción de dicho objeto pues se retroalimenta, necesita confirmarse continuamente y cohesiona grupos, entrando en un bucle tan destructivo para los demás como autodestructivo para el sujeto de origen.
El odio, monstruo insaciable, acaba por aniquilar también a su transmisor arrasando todo por el camino, como el mito de Saturno devorando a sus hijos. De ahí la urgencia de propuestas para un problema tan actual y preocupante. El odio a categorías es probablemente un problema endémico humano. Para albergarlo es necesario, por una lado, la formación de categorías, y por otro, la de una imagen de mí mismo como sujeto distinto a los demás.
Esta manifestación de odio, como el resto de fenómenos psicológicos, es una de las posibilidades a que da lugar nuestra dotación fruto del transcurso de millones de años de evolución. Algunos de estos fenómenos son innatos y otros aprendidos, como el odio que nos ocupa. No obstante, innatos o aprendidos, todos terminan convirtiéndose en mecanismos reflejos, en automatismos.
Si queremos sobrevivirnos a nosotros mismos, a nuestro potencial más destructivo, necesitamos vivir atentos a dichos automatismos: a nuestras emociones, a nuestros pensamientos y creencias, a nuestros supuestos explícitos y tácitos, a nuestras percepciones de nosotros mismos y de los demás, a nuestros comportamientos y a los valores y actitudes que subyacen a los mismos.
Al prestarles atención, estos mecanismos se van debilitando. Si no lo hacemos, si seguimos viviendo ignorantes de nuestra responsabilidad y participación (psicológica) en estos hechos, puede que pronto sea demasiado tarde para nuestra especie y nuestro hermoso planeta.
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