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Tres vidas de mujer y de sacrificios

C7

Sábado, 7 de enero 2017, 00:00

Hace un tiempo la mujer era menos que el hombre. Lo era para la administración y hasta para la sociedad. Pero lo cierto es que la mujer cumplía una función vital, también en el mundo rural, por mucho que el estereotipo la vincule al varón. Ahí están, si no, las vidas de Amelia Hernández, Rafaela Monzón y Esperanza del Pino, de Valsequillo.

Jugaron, y juegan, un papel protagonista, en parte por su carácter y en parte también porque la vida, o el destino, no les dejó otra. Pero no se arredraron. Amelia, Rafaela y Esperanza fueron capaces de formar familia, atenderla -porque entonces era una misión que se les asignaba en exclusiva- y, a la vez, emprender negocios. Trabajaron dentro y fuera de casa, en el surco o detrás del mostrador, pero también criaron a sus hijos. Pagaron un peaje a cambio: renunciaron a sí mismas. Vivieron volcadas en los demás y a sus quehaceres. Ese servicio a la sociedad y a sus familias no tiene precio. Pero al menos merece que se reconozca, de ahí que el Ayuntamiento aprovechara el Día Internacional de la Mujer Rural para homenajearlas. Amelia Hernández Perdomo, de 74 años, ahora disfruta de sus 5 hijos, 8 nietos y 2 biznietos, pero no oculta que no lo tuvo fácil. «Fue dura, mi vida fue dura». De entrada, trabajó desde niña. Con 12 años ya estaba entre semilleros de tomateros, y con 17 se casó. «No pude estudiar, mi marido, entonces mi novio, me enseñó a leer y a escribir los domingos por la tarde, porque antes no se hablaba entre semana». El buen hombre, «Lorenzo el de los tractores», se llevaba una libreta en el bolsillo. Amelia compaginó su familia y el cuidado de su casa (no había ni lavadora y lavaba en el barranco, a más de un kilómetro) con un bar-tienda que montó con su marido en 1963 y el cuidado de las tierras. «Durante 25 años me levanté a las cinco de la mañana». Para colmo, enviudó a los 37. Y por si no fuera poco, hizo de auténtico servicio público de su barrio, en Lomitos de Correa. Allí alojó la única tele, en blanco y negro y de batería, del barrio, las bombonas de gas, el pilar de agua de abasto (el Ayuntamiento usó su garaje) y el teléfono. «Nunca dejé de darle los recados a nadie. Así estuve cinco años», recuerda. Rafaela Monzón se ha pasado la vida detrás de un mostrador en Tenteniguada. Nada menos que 66 años. Hoy tiene 88. En 1949 abrió su primer bar, junto a su marido, del que enviudó a los 58 años. En 1971 se mudó a donde tiene ahora la única tienda de aceite y vinagre que queda en el barrio. «¿Que si trabajé mucho? A veces ni nos acostábamos, ahora me levanto a las ocho». Y sigue despachando. «¿Y por qué no le voy a servir a la gente, si esto es lo mío?». Eso sí, las noches se las reserva. Lee. «Me gustan los chismorreos y los periódicos». Y Esperanza del Pino Suárez, de 84 años, dice que anda en faena desde que tuvo uso de razón. Cuidó de las tierras del padre y hacía las zafras en el Sur. Se casó a los 24 y gestionó con su marido una panadería. Ella repartía. Era la única en casa con carné. Luego le vino bien, cuando montaron un puesto de mercadillo y cruzaban la Isla para vender fruta y verdura. También viuda, se siente orgullosa de su labor de casi 20 años en la directiva del centro de mayores. «He sacado a mucha gente de su casa». Y todo eso ha sido capaz de hacerlo con una tropa en casa de 9 hijos, 28 nietos, 10 biznietos y otro en camino.

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