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Nueva política económica

CANARIAS7 reproduce un amplio extracto de un capítulo del último libro del recién elegido presidente de la patronal de Santa Cruz de Tenerife y ex consejero de Economía y Hacienda, José Carlos Francisco.

José Carlos Francisco

Viernes, 17 de julio 2020, 11:15

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Hipótesis básicas. La primera cuestión por la que necesitamos una nueva política económica resulta obvia: nuestra elevadísima tasa de desempleo así lo exige. Lo que estamos viviendo supone un despilfarro a todos los niveles: económico, por supuesto, pero también intelectual, personal, social e incluso moral. Una economía con un 28% de desempleo sobre su población activa es una economía enferma, por mucho que consideremos a los datos actuales corno el cénit en materia de destrucción de puestos de trabajo tras la mayor crisis económica que se recuerda desde la II Guerra Mundial. Nos guste o no, las nuestras son cifras récord en términos absolutos y casi en términos relativos. Y, por otro lado, tenemos que hacer el esfuerzo de compararnos con el resto de España, donde el desempleo está también en parámetros récord pero está en el 20%; peor aún si miramos a Europa, porque en ese caso el desempleo, asimismo en cifras récord, no pasa casi nunca del 10%, al igual que en Estados Unidos, lo que nos deja como balance un paisaje desolador, simplemente inaceptable. Por eso podemos decir, así sin ambages, que ahora nuestra política económica tiene que ser distinta, y quizá no tanto porque la anterior haya sido mala, sino porque las exigencias del presente nos obligan a protagonizar un golpe de timón en toda regla. Hay tres elementos esenciales de cualquier política económica, crecimiento, creación de empleo y redistribución de riqueza, y ninguno de ellos funciona en Canarias, esa es la realidad, de modo que tenemos la obligación moral de ponernos a la tarea y hacerlo con la máxima urgencia y decisión. Hay una cuestión muy relevante en el punto de partida de un debate sobre la política económica plausible en estos tiempos, y tiene que ver básicamente con la eficiencia, es decir, con la capacidad para evaluar las acciones en función de sus resultados y hacerlo bajo criterios objetivos, o sea, científicos. Valga en este caso la reflexión de William Thomson (1824-1907), el célebre matemático y físico escocés, al afirmar lo siguiente: Cuando puedes medir aquello de lo que hablas, y expresarlo con números, sabes algo acerca de ello; pero cuando no lo puedes medir, cuando no lo puedes expresar con números, tu conocimiento es pobre e insatisfactorio: puede ser el principio del conocimiento, pero apenas has avanzado en tus pensamientos a la etapa de ciencia. Pues bien, hay que medir los resultados de nuestra política económica para comprobar de verdad si estamos alcanzando los objetivos, lo que implica medir no sólo el desempleo, sino también la convergencia per cápita, que en el caso de Canarias debe compararse con la media española y de la Unión Europea. Y si logramos avances demostrables en ambos campos, entonces podemos decir que nuestra política económica funciona; de lo contrario; debemos entender que es preciso cambiar, pues no hacerlo sería admitir que la política actual es la única posible y sus resultados algo así como una maldición incurable. Por tanto, lo peor que podemos hacer en esta hora de Canarias es resignarnos. Estamos, en el presente, a la espera de que se cumpla nuevamente esa tendencia, ya consolidada, según la cual la economía canaria entra antes en crisis que la del resto de España (y así ocurrió también la última vez, porque nuestros problemas eran ya palpables en 2007), pero también sale antes por el beneficio anticipado de la recuperación a escala internacional. Esto es posible que ocurra de nuevo, pero tampoco sirve, porque una nueva política económica tiene que enfrentarse de una vez a esa cruel realidad según la cual incluso en sus mejores momentos el Archipiélago mantiene una tasa de paro de dos dígitos, que se dispara a poco que arriban las dificultades. Además, hay una cuestión de enorme relevancia: tras la crisis global surgida en el otoño de 2008, ya podemos afirmar que la economía mundial que viene será muy distinta a la que hemos conocido. Los expertos no saben cómo va a ser la economía mundial a la salida de este túnel, pero al menos saben algo: que todo va a cambiar, y mucho. Y si las cosas van a ser diferentes, tampoco nuestra política económica tampoco podrá ser igual a la que fue. Por tanto, no sólo será necesario explotar las ventajas comparativas que aún podamos mantener y minimizar en la medida de lo posible nuestros puntos débiles, sino también aprovechar, pero de verdad, las nuevas oportunidades que el nuevo escenario nos puede ofrecer. Por ejemplo, y como apunte preliminar, podemos avanzar en todas aquellas actividades, que las hay y las habrá en aún mayor medida, en las que la cercanía o lejanía del servicio no sea un factor importante. Esto lo explica muy bien, qué digo bien, lo explica magistralmente Thomas L. Friedman en su maravilloso ensayo La Tlerra es plana (Ediciones Martínez Roca, 2006), todo un best seller en el que dibuja un nuevo escenario imparable y revolucionario: «Entramos en una nueva era, la Globalización 3.0, que está encogiendo el mundo de talla pequeña a diminuta, y aplanando el terreno de juego al mismo tiempo. Y si la fuerza dinámica de la Globalización 1.0 eran los países en proceso globalizador, y la de la Globalización 2.0 las empresas en proceso globalizador, la fuerza dinámica de la Globalización 3.0, o sea, el rasgo que le confiere su carácter único, es el recién hallado poder los individuos para colaborar y competir a escala global. Y la palanca que está posibilitando que individuos y grupos grupos se globalicen con tanta facilidad y homogeneidad no son ni los caballos de potencia ni los soportes físicos sino los programas informáticos unidos a la creación una red global de fibra óptica que nos ha puesto a todos puerta con puerta». Todo esto ocurre ya y Friedman lo describe con enorme solvencia, con ejemplos concretos que, añadimos nosotros, no sólo pueden darse en Bangalore, India, sino también en nuestro archipiélago. Puedo citar este sentido el ejemplo de Atos Origin, una multinacional de la consultoría de sistemas de información que hace años se instaló en el Archipiélago a través de la Zona Especial Canaria, y que desde su base isleña, con unos 180 empleados, presta servicios a empresas de Portugal, Italia, Suecia, etcétera, de modo que un operador de, por ejemplo, los trenes Alstom en cualquier país de Europa que sufra un problema en su sistema informático puede solicitar una ayuda inmediata que le llega desde los operadores de Tenerife. Otro ejemplo, aún más impactante, nos remonta al huracán Katrina, que destrozó Nueva Orleans en agosto de 2005, porque entonces el centro de Canarias vino al rescate de otros homólogos de Atos Origin que habían quedado literalmente destruidos por la tormenta. Dejémoslo, por tanto, en que si la lejanía ya no es un factor limitador del desarrollo, pues entonces tenemos una oportunidad. Pero será preciso que estemos conectados a los grandes ramales de la nueva economía, pues el mundo se dividirá inequívocamente entre las regiones conectadas y aquellas que no lo están. Y en el pasado perdimos otros trenes hacia el desarrollo, como por ejemplo el de la industrialización, en primer lugar porque no teníamos las condiciones naturales mínimas para ello; pero ahora sí nos podemos subir a esta nueva gran ola de la economía digital avanzada, si reunimos la visión y el talento necesarios para ello. Sería no sólo la opción correcta., sino también el antídoto necesario ante la fatal tentación proteccionista, la obsesión por la Canarias fortaleza que a veces aparece en el horizonte, porque sólo tenemos que mirar la deficitaria balanza comercial de las Islas y eso por no entrar en los hábitos familiares de consumo, para darnos cuenta de lo poco que tendríamos que hacer en un escenario proteccionista. La autarquía económica, que en España ya fue un rotundo fracaso durante la dictadura de Franco, en el caso de Canarias, y en el siglo XXI, sería un suicidio en toda regla (...). Somos pequeños, dependemos unos de otros, todo nos afecta. James Gleck, periodista y escritor nacido en 1954, autor de Caos: La creación de una ciencia (Seix Banal, 1987), es probablemente el gran divulgador sobre las implicaciones culturales del progreso científico, así como el mayor propagandista (mucho más, desde luego, que sus creadores) de la propia Teoría del Caos, resumida en la ya famosa sentencia según la cual «el aleteo de las alas de una mariposa se puede sentir al otro lado del mundo», que por cierto es un proverbio chino. Pues bien, eso es lo que hemos visto en la economía de los últimos años, porque la drástica caída del precia de las viviendas en v Estados Unidos ha terminado por afectar a todo el mundo, incluido ese amigo agente inmobiliario en Arona que, según sabemos, porque él mismo nos lo cuenta, lo está pasando bastante mal por la caída de la demanda en su sector. A muchos ciudadanos les parece incomprensible, y es posible que también los desmoralice, aunque también se trata de individuos mucho mejor formados e informados, con una relación diaria con el mundo que antes no teníamos, cuando había que esperar un día para recibir los periódicos desde la Península. Estamos mejor informados, y además necesitamos estarlo, porque lo que pasa en Nueva York y Pekín nos afecta, y no de un modo lateral, precisamente. Y, es verdad, la banca estadounidense se metió en problemas, pero además es que estaba muy relacionada con la banca europea, porque le había vendido muchos productos, con lo que el problema se hizo común y pasó de las entidades financieras a los particulares, porque al final la crisis de crédito lo ha sido para todo el mundo y una oficina bancaria de San Sebastián de La Gomera también se vio obligada a recortar los préstamos y endurecer las condiciones para concederlos, con la misma celeridad con que lo hizo una oficina homóloga en Berlín. Conclusión: tenemos que aceptar la interdependencia que define nuestro tiempo, jamás podemos obviarla, porque además, como he dicho, en algunos aspectos nos ‘viene bien. Y aceptando que todos dependemos unos de otros, nos enfrentamos a una pregunta que es en sí misma, una paradoja: ¿de quién depende más Lanzarote, de Gran Canaria o de Alemania? Pues de Alemania, esa es la realidad, porque si a Gran Canaria le va maravillosamente, bien Lanzarote lo nota menos que si la prosperidad florece en las empresas de Múnich, Berlín o Düsseldorf, con las consecuencias que todos podemos imaginar respecto a los flujos económicos en dirección a un destino turístico como Lanzarote. Del mismo modo, el futuro de La Palma depende mucho más de una negociación que tiene lugar en Bruselas y define el futuro del mercado mundial de plátano que de cómo vayan las cosas en la isla capitalina de su provincia, Tenerife. También entre sectores se dan numerosos episodios de interdependencia, como por ejemplo en el caso ya descrito de la construcción, que tiene mucho factor de arrastre sobre otras actividades auxiliares, o entre el turismo y el transporte, como resulta obvio. La interrelación existe, es compleja y por supuesto supera cualquier frontera, impulsando círculos virtuosos y viciosos como los que hemos conocido en la última década. Por qué es tan importante la gestión de la Administración Pública. Partamos de la base de que es del todo punto inapropiado demonizar a la Administración Pública en su conjunto, ya sea el Estado, las comunidades autónomas y las entidades locales. Conozco lo suficiente a la economía de Canarias, y también a su sector público, como para entender que éste siempre ocupará un papel importante en el sistema, porque representa más del 20% de nuestra economía y es el primer empleador con diferencia. Con carácter cualitativo, su misión es y será muy relevante, por las funciones que la Administración Pública desempeña. En primer lugar, una función reguladora, que en el ámbito de la economía ha sido, desde mi punto de vista, excesiva. Pero también porque cumple tareas que para el desarrollo de la economía son asimismo fundamentales, como la educación (la formación del capital humano es uno de los fundamentos básicos de toda economía) y el servicio sanitario. Así que un buen funcionamiento de nuestro sector público, es decir, que haya una buena correlación entre lo que da y lo cuesta, es un presupuesto elemental para que las cosas vayan bien, o al menos mejor. En este sentido, parece alarmante que un servicio como el educativo no ofrezca en Canarias unos resultados acordes con su coste; con su coste por alumno, para entendernos, que ascendió a 5.874 euros por alumno en el sistema público según datos de 2007, porque estamos fallando clamorosamente en la formación de nuestro capital humano. Por cierto que, en referencia al destino de los recursos públicos en el sistema educativo, las comunidades autónomas que destinan un mayor porcentaje de gasto público a conciertos educativos con centros privados, según datos de 2007, fueron País Vasco, Baleares y Navarra, con el 24,6%,19,2% y 19, 1% del gasto total, respectivamente; y las de menor porcentaje fueron Canarias, Castilla-La Mancha y Extremadura, con un 6,6%, 7,6% y 7,9%, respectivamente. Un dato para quienes alertan, sin argumentos, sobre la tentación privatizadora del sistema educativo canario, que, todo lo contrario, podría extraer lecciones de quienes utilizan mejor los recursos por la sencilla razón de que obtienen mejores resultados. Del mismo modo, debemos acertar en el tamaño de nuestra Administración Públicas para que no consuma más recursos de los estrictamente necesarios. En esa línea iba la reflexión que pronuncié el 30 de septiembre de 2010, en una conferencia en el Parlamento de Canarias, en la que abogaba por reducir a 27 los ayuntamientos del Archipiélago, sobre los 88 actuales. Está claro que no es problema exclusivo de las islas, porque en España hay en la actualidad 8.114 municipios, de los que poco más de un centenar tienen más de 20.000 habitantes, y sólo 62 superan los 100.000 residentes. Y con semejante atomización no se pueden prestar los servicios a los que está obligado de un modo razonable, porque no hay ingresos suficientes. Es cierto que todo esto viene de una distribución ajustada a la lógica de otros siglos, cuando los barrancos dividían Canarias hasta el punto de que el vecino de una ladera no conocía al de la otra, en el municipio limítrofe; pero ahora tenemos que apostar por las economías de escala para ofrecer servicios a un coste razonable. Hemos conocido un ejemplo recientísimo con el proceso de fusión emprendido por las cajas de ahorros, que por cierto se ha hecho por obligación, hasta conseguir que las mismas alcancen un tamaño mínimo. Y es que uno de los retos de la economía en general pasa por la conveniencia (o incluso necesidad) de ganar cierta dimensión, como ya se decía en un epígrafe anterior, y eso en el caso del sector público pasa por un nuevo esquema para los ayuntamientos. El minifundismo, que también se da entre nuestras empresas, es una mala estrategia porque resulta ineficiente y genera despilfarro, hasta el punto de que, lo hemos visto ya en demasiadas empresas de distintos sectores, al final del camino se encuentra siempre la concentración, pero no ya como resultado de una fusión, sino por la aniquilación de aquellos que no pudieron resistir. Me mojaré para afirmar que la fusión de los ayuntamientos llegará y lo hará por necesidad, pues pronostico una crisis financiera terrorífica en 2011. Terrorífica, es el único adjetivo que se me ocurre, porque la diferencia entre ingresos y gastos será brutal, porque no podrán recurrir al endeudamiento, porque van a dejar de pagar y porque las empresas de servicios municipales lo van a pasar muy mal. Y esto no se resuelve, pero sí se mitiga con las fusiones de municipios, además de que hay que articular un mecanismo de rescate y saneamiento similar al que se puso en práctica con las cajas de ahorro españolas. Propongo en este sentido una herramienta comparable al FROB (Fondo de Reestructuración Ordenada Bancaria), dotado con dinero del Estado, que es el que se puede endeudar, y destinado a aquellos ayuntamientos que se fusionen para ganar tamaño, por ejemplo por encima de 20.000 habitantes. Y ese dinero del FROB municipal sería para aquellos que den el paso de la fusión, o sea, para los que estén dispuestos a emplear el dinero adecuadamente. ¿Es necesario, además de todo esto, reducir el peso de la Administración Pública por la vía de la reducción de su plantilla total? Es una discusión conceptual muy importante, y además particularmente viva en estos tiempos, al amparo de ejemplos como el del Reino Unido, cuyo nuevo gobierno, presidido por el primer ministro conservador David Cameron, ha anunciado la eliminación de 500.000 puestos funcionariales en todo el país. Hay quien piensa, y aludo a economistas de mucho peso, que una reducción tan drástica en el número de empleados públicos y/o en el gasto público en este momento resulta contraproducente, dada la atonía generalizada de la demanda agregada. Y esto no se arregla precisamente enviando al desempleo a medio millón de personas cuyo consumo total se reducirá todavía más. Ojo que no se trata de considerar que es una medida mala en sí misma, pues siempre es positivo reducir el peso total del gasto público, pero hay quien considera que se trata de una medida prematura y que el sector privado no sería capaz de absorber la mano de obra excedente. En el caso de Canarias, no creo en recortes drásticos sobre el personal funcionario y laboral, pero, eso sí los costes hay que reducirlos. Y lo que no podemos hacer es engañarnos, es decir, que los salarios del empleada público se reduzcan en un 5% y luego por deslizamientos ocultos al final nos gastemos lo mismo o más. No nos hagamos trampas a nosotros mismos, por favor. En segundo lugar, no aumentemos el gasto, porque en plena crisis económica los gastos del personal al servicio de la Administración Pública en Canarias y en España ha crecido, y eso simplemente no es de recibo. A largo plazo, el sector público tendrá que ser el mismo que ahora y sector privado deberá crecer, con lo que el peso de la parte pública será más pequeño. Parece, como conclusión, que más que armarnos con la tijera para recortar el gasto público un 10% de un modo lineal tendremos que hacer algo mucho más, sutil, complejo y eficaz, como es abordar las reformas. Por ejemplo, si nuestro sistema sanitario sufre en los Presupuestos de 2011 un recorte de 200 millones de euros respecto a las cuentas de 2010, pues eso exige la adopción de ciertas decisiones, porque el sistema simplemente no puede prestar los mismos servicios, en cantidad y calidad, con 200 millones menos de presupuesto, aunque por motivos políticos obvios nadie se pronuncie sobre lo que se va a hacer de menos. Y, por otro lado, el deseable incremento de la productividad de nuestro sector público nunca sería capaz de compensar un recorte tan severo, pues tampoco se ve dónde están los procesos de reingeniería organizativa que podrían hacerlo posible. En el plano del sistema educativo tenemos que ser mucho más exigentes. Recuerdo una ya lejana conversación con un alto responsable educativo del Gobierno, que, al ser preguntado sobre los retos de su departamento, afirmó que el gran objetivo era que no hubiera maestros en paro. Pero ese nunca puede ser el objetivo de un servicio educativo ni de ningún servicio público. En la primera etapa de nuestra historia autonómica se hizo un gran esfuerzo de inversión educativa, bien pensado por cierto, con un notable incremento del gasto, porque la educación era un factor estratégico de primera magnitud. Pero los objetivos cambiaron, al hilo de objetivos como el de aquel responsable gubernamental, y entonces entramos en una era de puro y simple despilfarro. Hoy los resultados de nuestro sistema educativo no son buenos, y ahí tenemos que ser autoexigentes hasta protagonizar una verdadera revolución, porque con el mismo dinero hay que hacer mucho más y tenemos un camino largo por andar. No es tan perentoria la situación en el sistema sanitario, que es claramente más eficiente que el educativo, aunque la iniciativa privada deberá jugar un papel más importante, porque añade elementos de competitividad y flexibilidad en el conjunto del sistema. ¿Qué decir sobre la Administración generalista? Lo primero es que tengamos la capacidad de medir el desempeño de nuestros empleados públicos, cuestión para lo que nos vale otra sentencia de William Thomson: si puedes medir aquello de lo que hablas, y si puedes expresarlo mediante un número, entonces puedes pensar que sabes algo. En el caso de nuestra Administración Pública, y de casi todas, no hay mediciones sobre la eficiencia, y entonces cualquier opinión puede ser rebatida por otra contraria que se fundamenta en las mismas bases, o sea, en nada. Así que es preciso medir la productividad de nuestro funcionariado: por número de expedientes, por las personas atendidas, por encuestas de satisfacción, como sea, porque de lo contrario estaremos siempre en la misma discusión, que además es un bucle perverso: los que están fuera del sistema dicen que los funcionarios trabajan poco y éstos replican que trabajan mucho, en un ejercicio de autoafirmación permanente y absolutamente inútil. Las herramientas de medición existen, por las estadísticas a nivel nacional e internacional, en la sanidad y y la educación, lo que nos sirve para afirmar que nuestro sistema sanitario es relativamente eficiente y más barato que otros, mientras que el servicio educativo es malo y caro. Pero en la Administración generalista no conocemos esta clase de evaluaciones, lo que nos depara una discusión banal, salvo en aquellos casos, raros, en los que todo el mundo está de acuerdo en que el servicio es bueno o un desastre, de tan clara que es la situación. Quizá haya gente a la que no le interesa un análisis serio sobre la calidad del desempeño, pero herramientas hay más allá de lo que hacemos ahora, controlar que el trabajador entra a una hora y sale a otra. Se trata de un cambio cultural difícil de aplicar, pero inaplazable.

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