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Las mentiras se abren paso como verdades

Jueves, 1 de enero 1970

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Hace unos días recibí un mensaje de un amigo que vive en Austria, dedicado a la música y al que considero inteligente y políticamente enterado de lo que pasa en el mundo. Me preguntaba si una información, que me remitía a un enlace, tenía algún tipo de credibilidad. «Donald Trump lanza una oferta para comprar las Islas Canarias», decía el titular de una página web llamada 12minutos.com. La sola lectura del titular desmiente la información, sin más. Es imposible que las Islas estén en venta, y, en la tesis más certera ni tan siquiera, existe indicio alguno de que Estados Unidos esté negociando la instalación de una base, ni tenga interés, más allá del comercial, de convertir Canarias en una plataforma militar. Solo entrar en el texto ya empuja a cerrarlo por inconsistente. Pero lo que me llamó poderosamente la atención es que esa información ya la habían abierto más de doscientas mil personas y había sido compartido 96.590 veces en las redes sociales y que mucha gente, como mi amigo, había dudado sobre su veracidad, mientras que otros ni siquiera se lo plantearon. Evidentemente se trata de unas de las muchas informaciones que se elaboran para que rueden por las redes sociales y acumulen usuarios que, a su vez, son presentados en las agencias como clientes de publicidad de todo tipo. El enlace incluye publicidad, directa e indirecta, y además otros enlaces del tipo: «Si tu grúa tarda más de 60 minutos te damos 60 euros», de una compañía de seguros, o «Un experto en finanzas revela el secreto para ganar dinero» o «las grasas se queman con solo beber cada mañana» todos destinados a inducir al navegante a continuar en el círculo de muchas mentiras y medias verdades, insinuaciones o descarados reclamos que tratan de enganchar. En este caso la información tan exitosa proviene de una página web que no engaña a nadie. 12 minutos te invita a crear tu información falsa y a distribuirla como verdadera en la red. Tú la elaboras y ellos la distribuyen con publicidad incorporada. Podría ser el mecanismo más refinado de una tendencia que ha creado escuela en la redes sociales. Lo que circula por la red y pasa de mano en mano en forma de información veraz no son cuestiones aisladas. Las grandes empresas de comunicación han descubierto una forma de informar, o desinformar, propia de las nuevas tendencias en la redes sociales, en las que circulan todo tipo de cuestiones que no resisten un análisis de veracidad o científico y que se convierten en hechos incuestionables que pasan a formar parte del patrimonio ideológico y cultural de los usuarios. Se trata de informaciones que refuerzan sus propias creencias religiosas, políticas o sociales. Nos sorprendería saber qué empresas de información, algunas muy serias y de gran prestigio, mantienen páginas web dedicadas a estos menesteres a cambio de una suculenta parte de la tarta publicitaria, cada día más disgregada en cientos de espacios públicos que han nacido con Internet. Los entusiastas de las redes sociales, como yo, pensamos que venían a apoyar el periodismo, y que en medio de una selva impresionante de datos confusos los usuarios y lectores sabrían buscar las marcas de información que más garantías ofrecieran en cuanto a veracidad y rigor en la información, pero lo que ha triunfado es exactamente lo contrario. Lo más leído en la redes sociales son, precisamente, las informaciones no sujetas al rigor científico, al de la veracidad y el contraste informativo, sino, aquellas que obvian estos elementos, hasta ahora imprescindibles en nuestra cultura, y pretenden confundir al lector con datos falsos, pero claramente dirigidos a reforzar sus idearios personales. No es extraño recibir a diario en nuestros perfiles informaciones de este tipo que nuestros propios amigos dan por ciertas con el único criterio de autoridad que da justificar que «lo dice Internet», «está en Facebook», «me lo han pasado por WhatsApp» o «lo he visto en un Twitter», lo que deja a las firmas tradicionales de la información a los pies de los caballos a pesar del esfuerzo, el coste económico e intelectual que tiene mantener la veracidad como base de la credibilidad en una cultura que ha hecho gala de su cientificidad como valor social y de la verdad como valor moral. Posiblemente estamos ante uno de esos dilemas sociales, en una encrucijada que ya predijo en 1997 Giovanni Sartori (Florencia 1924) en su Homo Videns. La sociedad teledirigida al analizar la influencia de la televisión en la sociedad y en el pensamiento con el renacimiento y la proliferación de «charlatanes y hechiceros» a los que la sociedad ilustrada les había puesto coto en dos siglos de cultura. Hoy están altamente alentados por nuestra propia forma de concebir el mundo, en el que ya todo es neo, trans y post, que es como decir que «la realidad se hace onírica y que el mundo se puebla de sonámbulos». «Para el niño que iremos criando», dice Sartori , «no estará nada claro por qué hay que poner antes la argamasa que el ladrillo, por qué la casa se empieza por abajo y no por arriba o por qué el padre debe preceder al hijo». La elección de Donald Trump como presidente de Estados Unidos también pone sobre la mesa del debate el significado de las redes sociales en contraposición con la prensa tradicional, la que busca elegir y presentar la información bajo parámetros de veracidad e interés público, y el mundo onírico que se ha creado en los chats y las informaciones que circulan por los mismos. Son muchos y múltiples los factores que explican el ascenso y el triunfo de Trump, pero en relación a la prensa es evidente que las redes sociales han ganado, en un campo abonado para que la mentira acampe, que desprecia la verdad como valor supremo. Hace unos días, el catedrático de Periodismo de la Universidad Carlos III de Madrid, Carlos Elías, reflexionaba al respecto en un artículo publicado por El Mundo. En el mismo ponía negro sobre blanco cómo, frente a lo políticamente correcto que sostiene la prensa tradicional en Estados Unidos, ha ganado lo políticamente incorrecto, lo que circula por las redes sociales que, se han convertido en verdaderos medios de comunicación que desprecian la verdad. El caso Trump rompió primero las premisas sagradas de la equidistancia informativa que impera en los medios norteamericanos, es decir, colocar al lector frente a las declaraciones o los hechos sin hacer ninguna interpretación de los mismos, y separar, escrupulosamente, la información de la opinión. Es el lector el que reflexiona ante los hechos. Trump obligó a romper esta tradición, lanzando a los medios a añadir adjetivos calificativos a las actuaciones del hoy presidente electo de Estados Unidos y llamar «mentira» a alguna de sus afirmaciones. La cuestión es que esas mismas afirmaciones, objetivamente falsas, corrían de forma paralela por la redes sociales como verdades incuestionable, y pasaban a formar parte del argumentario de sus seguidores. Fue así como quedaron como verdades que Obana no nació en Estados Unidos o que Clinton adora al diablo. «La información ya no es de masas», dice Carlos Elías, sino de las «tribus», a las que llegan los mensajes que necesitan, los que mejor se adaptan a sus creencias, lo que les hace felices en sus mundos, en los que no estamos los que seguimos buscando la verdad y trabajando desde la inteligencia y la duda, principio de la sabiduría, o, simplemente los que marcamos distancias con la ideología para que aflore lo más razonable, lo más justo, lo más ético, lo que más se acerca a la verdad. Una lógica que requiere un esfuerzo que mucha gente no está dispuesta a hacer, colocándose el traje ideológico o religioso que mejor interprete su sentido de la vida y desde el que contestar a todos los interrogantes sin mayor esfuerzo. Es por eso por lo que no nos explicamos por qué, contra todo pronóstico, ganó Trump en Estados Unidos, el brexit en Reino Unido, o Le Pen, que está a punto de ser presidenta de Francia. Internet, un aliado de los periodistas, de la prensa, en el que pusimos, y ponemos, muchas esperanzas, se puede volver en contra. De hecho, ya ha roto el modelo tradicional y amenaza con dar más pasos que harán sucumbir lo que ahora hacemos, lo que hemos hecho, de fondo, en distintos soportes, a lo largo de la historia reciente. Los mecanismos de consumo de información que revelan las redes sociales invitan a muchas empresas periodísticas a perecer en su trabajo de desbrozo de la vedad para mayor gloria de las democracias occidentales en las que el papel de la prensa es sagrado como garante de la pluralidad y la verdad en el debate de los ciudadanos. «Sigan poniendo barreras», decía un gurú de las redes sociales, «que nosotros las seguiremos saltando». Yo, como Sartori, en ese pequeño ensayo al que aludí sobre el análisis de los efectos de la televisión, creo que es mejor «resistir» a sucumbir, a no existir, o existir anodinamente, sujeto a una tribu que se conforma con lo que alguien elabora en una página expresamente hecha para contar mentiras que se convierten en verdades.

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