El médico de los corderos: de la memoria colectiva a la palabra escrita
Contra la pulmonía, agua de hinojo, estrella de mar y palometilla blanca; y para las heridas, untarse la hoja del mimo con aceite. Son algunas recetas de Agustín Afonso, el llamado médico de los corderos, cuya vida rescata Jesús Giráldez de la tradición oral a la palabra escrita.
Jesús Giráldez, escritor y profesor de Educación Secundaria, oyó hablar por primera vez del médico de los corderos hace cuatro años y decidió investigar su vida y recetas que ahora recoge en un libro. «Me apresuré porque la historia se perdía en Fuerteventura, como otras tantas». Muerto en 1946, Agustín Afonso Ferrer solo vivía en la memoria de los más mayores, sin una palabra escrita sobre, si no el único médico de Fuerteventura en los albores del siglo XX, sí desde el luego el más popular por cercano, humilde, barato y terapias más asequibles.
Médico, yerbero, sanador, curandero. Don Agustín resiste mal cualquier catalogación que no sea la que le dieron sus pacientes de la Maxorata rural y paupérrima de comienzos del siglo XX: el médico de los corderos. El apodo le viene de que llegó de Tenerife, en un año sin determinar, como tratante de ganado.
Así lo recoge Giráldez Macía (Las Palmas de Gran Canaria, 1964) en El médico de los corderos. Una historia oral de Fuerteventura, que acaba de publicar Libreando Ediciones, en colaboración con Baladre y Zambra. Porque el autor se dio prisa en rescatar la historia oral a través de los testimonios de 57 mayores y de las tres nietas de don Agustín, Victoria, Carmen y Ana.
Nadie sabe cómo pasó de tratante de ganado a médico de los corderos, pero lo cierto es que atendió las enfermedades de media Fuerteventura con sus yerbas, cataplasmas, sangrías y otros tratamientos entonces revolucionarios. Lo resumen con certeza los entrevistados: «yo no sé si era médico, pero me curó»; y «era médico, lo que no hacía era recetas», para corroborarlo Jesús Giráldez: «don Agustín era médico.... pero de yerbas».
El médico de los corderos coincidió al menos con dos facultativos titulados: Santiago Cullen Ibáñez y Gerardo Bustos, pero no llegaban a las zonas rurales de la Isla, ni a los bolsillos más humildes. La competencia fue tal que uno de ellos, Cullen, lo denunció en 1920 ante el Juzgado de Instrucción de Puerto de Cabras por intrusismo, curanderismo y usurpación de cargos. Según uno de los testimonios, ante el juez, don Agustín dijo «caldito y lechita. Yo no he mandado medicamentos. Caldito y lechita».
De Jandía a Corralejo, el médico de los corderos continúo antes y después de la demanda atendiendo a quien le requería. Incluso lo vinieron a buscar de Lanzarote. Lo iban a buscar a su casa de El Escorial, la finca que le cedió el Ayuntamiento en el mancomún de Betancuria, a cuatro kilómetros de Ajuy. De allí partía, en burro a veces, caminando las más. «A él lo iban a buscar muchas veces, sea al oscurecer, sea a la madrugada, sea la hora que fuera que se enfermara una persona».
Cansado de recorrer la Isla, murió el 24 de agosto de 1946 a los 85 años. Durante tres días permaneció sin enterrar, hasta que lo subieron a un camello para enterrarlo, dicen, fuera del cementerio de Betancuria.
«Mézclese». El médico de los corderos no extendía recetas, aunque sí sabía escribir e incluso tenía una libreta roja de tratamientos hoy perdida. Tampoco sus enfermos sabían leer. Todos los testimonios orales recuerdan su «mézclese» todo tipo de hierbas que crecen en la Isla.
Otras terapias. Aparte de infusiones, don Agustín prescribía cataplasmas, sangrías, sábanas y paños fríos contra la piel, baños de sol (por la vitamina D contra el raquitismo), aire fresco (para la tos ferina) e incluso caminar descalzo por la arena para activar el flujo sanguíneo.
De botica. También recetaba productos de las boticas como la piedra lumbre y aceite de castor. Pero lo más, eran hierbas.