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El fin de la era Bush

En poco se parecen nuestras viejas democracias europeas a la norteamericana. Y ello nos llena de orgullo a los europeos, que, sin embargo, no podemos regatear la admiración que merece un régimen como el de los Estados Unidos, capaz de los mayores excesos y de recuperar indefectiblemente el equilibrio no mucho después. La capacidad de autorregeneración de la sociedad americana, en alianza estrecha con un bien experimentado sistema constitucional simplicísimo, ha obrado ya muchos milagros que han sido la base de la magnífica hegemonía de la gran potencia; el último de ellos acaeció el pasado martes, cuando la sociedad USA resolvió drásticamente el delirio de la era Bush, una disparatada aventura belicista urdida en alocada respuesta al 11-S, a los terribles atentados del 2001, que fueron la coartada para que otro fundamentalismo religioso, aliado con uno de los más mediocres presidentes norteamericanos de la historia, embarcara al mundo en una descabellada empresa militar que apenas ha servido para dar alas al terrorismo internacional y para prolongar y acentuar el caos del Próximo Oriente. La dimisión de Rumsfeld, tan terapéutica para el mundo, es el más paladino reconocimiento de un garrafal disparate que a punto ha estado de arrastrarnos a todos a un trágico despeñadero.

Antonio Papell

Jueves, 1 de enero 1970

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Pero a pesar de la irrisión que la supuesta superioridad europea nos produce a la hora de analizar las políticas del imperio, el pueblo americano nos ha dado una magnífica lección con su puntual respuesta a la megalomanía de la Casa Blanca, tomada por visionarios clericales dispuestos a salvar el mundo por el procedimiento de dar absoluta primacía a la seguridad sobre la libertad. Y esta decisión plebiscitaria, adoptada con toda naturalidad cuando el pueblo ha creído pertinente hacerlo, deja simplemente en ridículo las atormentadas actitudes europeas sobre el asunto, tan mal gestionado por la supuesta madurez de las viejas sociedades del Viejo Continente. Quizá sea una crueldad recordar que la absurda guerra de Irak provocó la fractura de la Unión Europea, de la que todavía no nos hemos rehecho, con la secuela posterior del naufragio de la Constitución que había de institucionalizar el vector confederal del magno proyecto vertebrador de Europa. A nadie se le puede reprochar con verdadero fundamento que los terroristas iluminados de Al Qaeda golpearan sobre España y el Reino Unido, unos crímenes sólo imputables a sus autores, pero sí cabe afear el ridículo en que incurrieron Blair y Aznar al respaldar acríticamente aquella aventura peliculera y chulesca del tándem Bush-Rumsfeld que se basaba en la necia convicción de que el derrocamiento de Sadam Husein produciría la conversión del 'melting pot' iraquí en una tranquila democracia al estilo occidental.

Muchos demócratas europeos hemos tenido que soportar de otros compatriotas conversos a los postulados de la derecha extrema USA la presión a favor de medidas exageradas que recortaban -que recortan, de hecho- nuestra autonomía personal con el objetivo de abortar siniestras conspiraciones. Quizá hayamos evitado así alguna tragedia más, pero sin duda hemos traicionado nuestro sistema de vida, nuestro código de valores. Y al hilo de este cambio radical en Norteamérica, quizá haya que revisar también algunos hábitos adquiridos que nos han situado al borde del ridículo y, por supuesto, de la indignación: no tiene sentido que por la aprensión de algunos pusilánimes un podamos viajar con el desodorante y la pasta de dientes en el neceser Más de uno de nosotros preferiría correr riesgos a incurrir en tan flagrante pusilanimidad, que sólo es posible cuando ha cuajado una idea cobarde y roma de civilización.

Quizá un tanto injustamente, muchos hemos concentrado en Bush el compendio de nuestras abominaciones, toda la detestación que nos inspira el rígido integrismo de una cultura emergente que predica la intransigencia en vez la tolerancia, el uniformismo en vez del mestizaje, la verdad revelada que supuestamente se opone a la verdad científica. Pero lo mismo han hecho los norteamericanos, muy avezados en la tarea de progresar conforme a pautas simplicísimas de libertad y democracia, que siempre acaban imponiéndose a todos los fantasmas; y el desaire a Bush ha hecho nacer en Norteamérica un súbito viento de renovación que inmediatamente se ha vuelto contagioso.

El mundo, en fin, ha dado un vuelco dramático una vez que una mayoría de norteamericanos ha reaccionado contra el delirio y ha puesto coto a la peligrosa aventura que amenazaba con desnaturalizar el Estado de Derecho que cantó Tocqueville en el elogio que ha guiado la mayoría de las demás aventuras democráticas. La libertad se ha sobrepuesto, en fin, a la seguridad, la razón al fanatismo, la inteligencia al animal instinto de conservación. El mundo ha reemprendido un camino de ilusión, de razón y de esperanza.

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