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Discurso de José Naranjo en nombre de los premiados en el Día de Canarias

José Naranjo / Premio Canarias de Comunicación

Jueves, 1 de enero 1970

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Señoras y Señores Presidentes de los Jurados de los Premios Canarias

Premios Canarias

Medallas de Oro

Señoras y Señores,

Muy buenas noches

Hoy hace justo trece días estaba en un pequeño pueblo de Guinea Conakry, muy cerca de la frontera con Liberia, llamado Koropará. Allí, en medio de esa inmensa selva que es la Guinea Forestal, tuve la fortuna de conocer a una niña de 8 años llamada Tonhon Bolamou, uno de los últimos casos de esa devastadora epidemia de Ébola que ha costado la vida a más de 10.000 personas en los últimos dos años y medio.

Durante nuestra charla, Tonhon estuvo casi todo el tiempo rodeada de adultos, pero ninguno se le acercó demasiado. Aún hay miedo en Guinea, un miedo legítimo teniendo en cuenta la dimensión de lo que ha pasado, pero que hunde sus raíces en el desconocimiento, en los rumores, en los prejuicios. Lo cierto es que Tonhon no puede contagiar a nadie porque hace ya más de un mes que superó la enfermedad. Pero el miedo te atrapa, te paraliza, te convierte en un ser irracional.

Poco después, acompañé a Tonhon de vuelta al colegio. Las clases ya habían acabado y diez o doce chiquillos jugaban en un cruce del pueblo. Nada más verla, corrieron hacia ella, que agachaba la cabeza, toda timidez, rodeada de una nube de manos y achuchones. Esa misma tarde, en la soledad de mi habitación de N’zérékoré, empecé a escribir este discurso. Y no podía dejar de pensar cuan necesitados estamos de esos niños, mejor aún, qué bien nos vendría ser un poco como ellos.

Vivimos rodeados de miedos y prejuicios. Al igual que los ruedines de las bicicletas pueden ser útiles. Durante un tiempo. Porque llega un día en que hay que desprenderse de ellos, mirar al frente y empezar a pedalear sin ayuda. Tenemos que caernos para poder volver a levantarnos, tenemos que golpearnos con la realidad. Tenemos que hacernos las preguntas correctas y buscar las respuestas adecuadas. Como individuos, pero también como sociedad, como proyecto colectivo de convivencia que somos.

Existe toda una arquitectura del temor que levanta muros a nuestro alrededor. Nos dicen “no subas a esa montaña que te puedes caer” y nos perdemos la vista magnífica que hay desde la cima. “No ames, que serás engañado”, “no te comprometas, no vale la pena”, “no viajes, no descubras, no arriesgues”. Y el miedo nos paraliza.

Lo que está pasando hoy en Europa es la mejor muestra del tiempo que nos ha tocado vivir. Que los refugiados sirios o afganos que huyen de la guerra cargando con sus niños en brazos, durmiendo en las vías del tren, sean recibidos a golpe de valla, policía y gases lacrimógenos es tan vergonzoso, tan irracional, que acabará por destruirnos a todos. Querida Europa, no hay concha suficientemente gruesa en el mundo en la que te puedas esconder de tu propio fracaso. Que la extrema derecha se esté subiendo a las barbas del sistema en países como Francia, Austria o Alemania es, cuando menos, inquietante.

Y sin embargo esto no es nuevo. En Canarias sabemos de esos miedos. Durante más de una década fuimos la puerta trasera de entrada a Europa para decenas de miles de jóvenes africanos. Aún recuerdo aquella agitación, aquellos titulares de prensa que hablaban de invasión, aquellos políticos que se tiraban las pateras a la cabeza, aquellas manifestaciones xenófobas. Fueron años oscuros.

Pero Canarias no es, no puede ser eso. Primero, por el lugar en donde estamos. Nos toca elegir. Valla o puente, seguir reaccionando atrapados en el miedo o recuperar una mirada más amplia de lo que somos, de lo que fuimos un día y de aquello en lo que nos queremos convertir. Viajamos en el mismo barco que nuestros vecinos del continente africano, sus cuitas también son las nuestras, lo que les pasa a ellos nos pasa a nosotros. En este mundo ya no hay compartimentos estancos.

Y, en segundo lugar, porque no podemos olvidar. Nuestros padres, nuestros abuelos y bisabuelos, nos han dejado toda una lección de vida. Ya fuera porque no había para comer o porque se les perseguía por pensar diferente, muchos se hicieron a la mar. Argentina, Uruguay, Cuba o Venezuela saben de nuestra firmeza, de nuestra determinación. Saben que los isleños, llegado el caso, estamos dispuestos a jugárnosla por encontrar un buen puerto donde arrimar el bote. La grandeza de este legado de esfuerzo y sacrificio es que nos hace exactamente iguales a los que hoy se hacinan en los campamentos de refugiados de Grecia o ayer se ahogaban bajo el alfeizar de nuestras ventanas en las playas de Gran Canaria, Tenerife o Fuerteventura.

En estos días en que, como dice el sociólogo portugués Boaventura da Sousa, el mito romántico de la Europa defensora de los Derechos Humanos se desmorona ante nuestros ojos, en que la exclusión forma parte del paisaje que habitamos, el recuerdo poderoso de quiénes fuimos debe iluminarnos el camino. No es una maldición, ningún dios atávico nos condena a que lo hagamos tan mal. Las cosas pueden cambiar y hay gente que se esfuerza en que este mundo sea un hogar mejor para todos.

Esta noche tengo la gran suerte de compartir esta distinción del Premio Canarias con Luis Mateo López Rivero. Su trabajo en ese continente, que por muchas razones también es el nuestro, en concreto en un país que se encuentra entre los diez más pobres del mundo y que ha atravesado el calvario de una larga guerra civil como es Mozambique, nos habla de sus desvelos, de su empeño y de su capacidad para ir más allá y sembrar esperanza, de la que tan necesitados estamos.

En África, millones de personas viven en condiciones peores que las del peor campo de refugiados. Y, sin embargo, son invisibles. Decía Nelson Mandela que la educación es el arma más poderosa, que es el gran motor del desarrollo personal, que es a través de la educación cómo “la hija de un campesino puede convertirse en médico o el hijo de trabajadores agrícolas en presidente de una gran nación”. El doctor López Rivero está en ello, convencido de que la formación es la palanca del cambio. Sus resultados le avalan.

En la provincia mozambiqueña de Tete, donde se encuentra la facultad de Medicina de la Unizambeze, la esperanza media de vida es de 42 años y hay un médico por cada 50.000 habitantes. Para dos millones de personas, la misma población que Canarias, cuentan con un cirujano, dos internistas, un ginecólogo y dos pediatras. Necesitaban profesorado para formar nuevos médicos y en 2010 pidieron ayuda a la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria, que no dudó en recoger ese guante.

Desde que comenzó la docencia en febrero de 2012 hasta noviembre de 2015 y bajo la dirección del doctor López Rivero se han desplazado hasta allí unos 45 profesores canarios, el auténtico corazón gracias al que late este proyecto, sin retribución económica y en la mayoría de las ocasiones dedicando a ello su tiempo libre. Pero los frutos ya han empezado a llegar. En estos cuatro años se han licenciado 60 médicos mozambiqueños, casi todos trabajando en la actualidad. Cuatro de ellos se incorporan este año como profesores del primer ciclo de la Facultad, colaborando en la formación práctica de los estudiantes y con los profesores de la ULPGC.

Además de las estancias de estudiantes mozambiqueños aquí y de canarios allí, fruto de esta colaboración se han iniciado distintos proyectos de investigación en los que participan estudiantes y médicos de Tete. De cara al futuro, ya están en la tarea de desarrollar el sistema de tele formación interactiva, un programa de doctorado y la formación de médicos especialistas que garanticen la sostenibilidad del programa. Como dice el propio Luis López, con el mismo dinero con el que se hubiera enviado a tres médicos europeos a África durante cuatro años han conseguido formar a 60 médicos locales. Ahí radica la diferencia.

Al igual que los besos y abrazos que prodigan sus amigos a Tonhon Bolamou, la niña que estuvo enferma de Ébola de la que les hablaba antes, desde hace una década la Asociación Pequeño Valiente dedica sus esfuerzos a dar amor y cobijo a los niños enfermos de cáncer en las Islas y a sus familias. En ese tiempo ha superado innumerables obstáculos que les restaban calidad de vida, pero poco a poco fueron dando respuesta a las barreras con las que se encontraban no sólo en la planta de oncohematología del hospital Materno-Insular, sino también en la sociedad en general.

Empezaron remodelando la propia planta, donde los niños y las familias pasan largos meses, convirtiéndola en una especie de segunda casa. Cambiaron los fríos y duros sillones por sofás-cama, pusieron televisores para amenizar las horas. Consiguieron aparcamiento gratis para los padres y bandejas de comida, evitando un gasto extra en alimentación a los acompañantes. Remodelaron el parque que hay en el solárium para que los niños pudieran salir y disfrutar del sol y el aire fresco durante sus estancias hospitalarias.

José Jerez, presidente de Pequeño Valiente, me pide que no me olvide de nombrar a los voluntarios, chicos y chicas que de forma altruista realizan actividades y hacen compañía a los niños durante varias horas a la semana. Pero pese a todo este esfuerzo se dieron cuenta de que no era suficiente. También había niños de otras islas que debían desplazarse para recibir tratamiento en Gran Canaria o en Tenerife y fue así como nacieron los pisos-hogar de Pequeño Valiente en ambas provincias, para que los padres de cualquiera de las Islas Canarias no tuvieran que preocuparse por el gasto que supone pagar hoteles durante un tiempo indefinido.

Tampoco nos podemos olvidar de la lucha por el 33% de minusvalía, derecho del que estaban privados los niños de Las Palmas, y que gracias al apoyo del pueblo y las instituciones canarias consiguieron. Pero no queda ahí la cosa, Pequeño Valiente ya sueña con poner en marcha un Centro Multidisciplinar en el que dar respuesta a las secuelas que sufren estos niños, en el que un psicólogo, un maestro, un logopeda y un fisioterapeuta se encargarían de la rehabilitación de los pequeños. Cada vez están más cerca de que ese sueño se haga realidad.

Podríamos hablar toda la noche de sus logros, porque el cáncer no entiende de horarios ni de clases sociales. Su lucha ha sido constante y muchas de esas victorias han sido gracias a ustedes. ¿Se puede imaginar una tarea mejor? ¿No son el doctor Luis López Rivero y este esforzado grupo de padres, madres y voluntarios una acertada muestra de que la semilla del trabajo bien hecho, el que puede cambiar el mundo, está plantada en todos nosotros y de que sólo tenemos que dejarla crecer?

Seamos claros. Nos toca elegir. Venimos, estamos aún en un tiempo en que la corrupción ha sacudido los cimientos de nuestro edificio, en que los recortes a nuestros derechos han condenado a decenas de miles de personas al frío extremo de la pobreza sobrevenida, de la miseria. Los grandes poderes económicos, aliados con políticos pacatos, irresponsables y con querencia a meter la mano en la saca nos han traído hasta aquí. Las alarmas resuenan en todos los rincones. Pero estamos a tiempo si vencemos a nuestros propios temores.

La tarea empieza hoy y nos concierne a todos. Somos capaces de cambiar el rumbo. En muchos momentos de nuestra historia los medios de comunicación han jugado un papel clave en la denuncia de las derivas del sistema. Me siento orgulloso de haber trabajado codo con codo junto a grandes periodistas aquí en Las Palmas gracias a los que hoy estoy aquí hablándoles a ustedes, personas que creían en este oficio de contar como motor de cambio, como ejercicio de responsabilidad. A todos los llevo en la mochila. Esa fue mi verdadera escuela. De ellos aprendí a escuchar, la importancia de la proximidad, el respeto por la verdad y por los protagonistas de tus historias, cómo hilvanar una crónica, un reportaje.

Por eso me duele ver cómo en este país los medios de comunicación están siendo privados de la mejor materia prima con que cuenta nuestro oficio, los periodistas. Me duelen los expedientes de regulación de empleo, las condiciones de miseria a las que nos pretenden someter. No se dejen engañar. Del circo tóxico de la manipulación sólo podrán rescatarnos quienes se arriesgan, quienes se la juegan, quienes tienen miedo cada día pero son capaces de vencerlo. En Las Palmas, en Tenerife, en Madrid o en la aldea más perdida del continente africano.

Me pide el doctor López Rivero que no me olvide de los médicos. Y tiene razón. Una legión de doctores y enfermeros recorre el mundo salvando las vidas de aquellos que nada tienen más que sus vidas. Terremotos, epidemias o guerras no son obstáculos suficientes para que lleguen a los rincones más alejados. Y muchas veces es gracias a ellos que nos enteramos de lo que está pasando realmente en lugares excluidos de los focos de la información. Su labor humanitaria, pero también de denuncia, es impagable.

Recibir hoy este premio es un honor inmenso, mucho más porque viene de los tuyos. Los tres premiados queremos agradecer de corazón a quienes propusieron nuestras candidaturas, a los miembros del jurado por su confianza y a nuestras familias por su constante apoyo, sobre todo en los tiempos difíciles, que han sido muchos y seguro que algunos quedan por venir. El auditorio está lleno de gente y sin embargo echamos de menos a algunos. Los padres del doctor López Rivero, recientemente fallecidos, canarios hasta la médula se hubieran sentido orgullosos esta noche, igual que la persona que me enseñó a leer y estimuló como pocas mi curiosidad por el mundo, mi madre, que se fue hace ya siete años. A ellos y a los niños canarios que sufren cáncer y se enfrentan a él con valentía y coraje cada día, estos premios también les pertenecen.

Muchas gracias.

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