Romano Prodi ya ha puesto fecha para abrir el procedimiento de la vuelta de los 3.000 italianos y aunque hay otros contingentes de cierta importancia numérica, como los surcoreanos, con un perfil bajo que les tiene fuera de las áreas de combate y en la sombra, la celebrada coalición de voluntades de que habló Bush se queda en lo que siempre fue realmente: la alianza clásica, inmarchitable, angloparlante y de abolengo, americano-anglo-australiana sin los canadienses de rigor, más reservados y perspicaces.
Blair, pretendiéndolo o sin pretenderlo, convierte su viaje en un dato político nacional, estrictamente británico. Tras sufrir un fuerte revés en las locales del mes pasado y la conmoción causada por las bajas británicas en Basora en medio de un cierto júbilo local, él insiste y, de paso, ajusta alguna cuenta con sus críticos.
De hecho, a nadie se escapó que para sustituir a Jack Straw, quien al parecer venía expresando algo más que reticencias sobre Iraq e Irán y la subordinación a Washington en esas materias, nombró en Exteriores a una fiel entre las fieles, Margaret Beckett, quien ha hecho honor a esa condición: ayer dijo que no hay planes para la eventual salida de las tropas británicas, que hay todavía un trabajo que hacer y que se progresa adecuadamente.
Más desenvuelto que nunca, en tanto que no-candidato, Blair resplandece como lo que es antes que nada: un hombre correoso al que es inútil presionar. Hizo la crisis de gobierno a su gusto completo y por completo al margen del partido, donde sus críticos parecen convencidos, esta vez por la exhibición de autoridad en Bagdad, de que el calendario político será marcado por él y solo por él sin más consideración que su criterio y, en política exterior, su intocable asociación con Bush.