Costumbrismo en Canarias a finales del XIX (XII) Gran Canaria
Así comienza el capítulo -el más pequeño sobre las tres islas- dedicado a Gran Canaria por Mr. Edwardes antes de abordar un texto sobre la Historia del Archipiélago desde la conquista
Mario Hernández Bueno
Sábado, 25 de octubre 2025, 23:41
«Gran Canaria es así llamada porque Dios Todopoderoso la creó para que fuera la cabeza de las otras seis islas. Esta es la opinión del jesuita Sosa (Padre José de Sosa, supongo). Durante los dos últimos siglos, Las Palmas, capital de Gran Canaria, no ha cesado de reclamar para sí la capitalidad del archipiélago. Incluso hoy, en 1887, la pugna entre Santa Cruz y Las Palmas continúa firme. Los comerciantes de ambas ciudades mantienen una indiscutible rivalidad: Nosotros tenemos el comercio marítimo, de eso no puede haber duda alguna, dice Santa Cruz, y nosotros lo tendremos, dice Las Palmas con igual convicción, cuando nuestro gran puerto esté terminado. Las Palmas es más dinámica que Santa Cruz, por lo que creo que finalmente aplastará a la presente capital, de la misma forma que esta última desbancó a La Laguna».
Así comienza el capítulo -el más pequeño sobre las tres islas- dedicado a Gran Canaria por Mr. Edwardes antes de abordar un texto sobre la Historia del Archipiélago desde la conquista. Y al igual que Juan Rejón y sus tropas, asegura que desembarcó en mismo lugar: «Un paseo de tres millas a lo largo de la península arenosa que separa el puerto de la ciudad me condujo a la capital».
Las Palmas de G.C. vivía un ambiente de fiesta ese 19 de mayo: la prensa diaria informaba de la feliz noticia que a Su Majestad, el infante Rey de España (Alfonso XVIII), le había crecido su primer diente y a su vez los ciudadanos estaban preocupados porque corría la voz de que un cártel de Chicago estaba interesado en el control de la carne de cerdo. Se hizo eco el inglés de alguna celebración religiosa en la Catedral, que visitó detenidamente y elogió a su organista. Y al hablar del poeta Cairasco dijo que fue admirado por Miguel de Cervantes.
Del hospital (San Martín) aseguró que era una institución admirable: «…una confortable institución pública, de aspecto alegre por sus flores y animado por las simpáticas Hermanas de la Caridad, y cuyas paredes se hallan cubiertas de retratos de vetustos españoles. Cientos de los llamados expósitos pasan en este lugar los primeros años de su vida. Antiguamente se les dejaba colgando de los aldabones de las puertas, o se les abandonaba en los patios de las casas importantes. El hospital de expósitos ha logrado acabar con la excusa para tan cruel deserción. Actualmente, ya sea de día como de noche, una buena hermana guarda vigilancia junto al torno, con lo que los bebés pasan de la calle al interior del establecimiento sin ceremonia ni escándalo. Inmediatamente, se baña a los pequeños, se les examina, se les bautiza con el nombre del santo del día, y se les inscribe junto a sus predecesores. La hermana encargada de la sección se lamenta, con una triste sonrisa, que el número semanal de nuevos internos sea tan elevado. Por supuesto que lo es. De implantarse un sistema parecido en Inglaterra, quien duda que la superpoblación no sería un problema aún más terrorífico para los malthusianos convencidos, de lo que lo es en las presentes circunstancias. Estas inclusas fueron creadas hace dos siglos en todas las principales poblaciones de las Canarias».
Hay que recordar que Londres fue, a finales del XIX, la mayor ciudad del mundo. Pero no cabe la teoría de Thomas Malthus sobre una superpoblación insostenible del planeta; las masivas riadas de inmigrantes procedían del interior de la Isla o de otras tierras del RU. No fue, por lo tanto, un problema similar al que hoy, 125 años después, experimentan tanto el Reino Unido como tantas otras ciudades europeas. Incluso, los problemas que se derivaron de la llegada de tantísimos foráneos creó -como en la actualidad-problemas de vivienda, escasez de trabajo, etc., que llegaron a propiciar, a principios del XX, la primera ley para poner fin a inmigraciones descontroladas.
Y entre sus andanzas y averiguaciones, Mr. Edwardes se entrevistó con un marino inglés que permanecía enfermo en el Hospital y se quejaba de que las monjas se pasaban el tiempo rezando: «¡Tres semanas en cama y ni una vez me lavaron! De esta forma se desahogaba, creyendo el pobre ingenuo que los españoles se abstienen de lavarse porque su piel es por naturaleza más oscura, y en consecuencia menos proclive a delatar la suciedad.»
Y entre los edificios meritorios de Las Palmas de G.C. destaca el teatro, el palacio de justicia y el mercado de Vegueta «El teatro es una imponente mole que no tiene nada que envidiar a los de París. Fue construido con un coste de 16.000 libras esterlinas y tiene capacidad para 1.500 espectadores.» (El aforo es de mil plazas; butaca más butaca menos).
En cuanto al mercado de abastos dejó otro texto elogioso, que pone a la capital grancanaria por encima de todo lo que hasta ese momento había visto en las otras dos islas: «…los recintos del mercado lindan con el teatro. Ambos se encuentran próximos al arenoso litoral, con lo que en ocasiones las grandes olas humedecen sus paredes.
El mercado de pescado es un lugar perfecto: fresco, luminosos, ventilado y agradable. Entre este edificio y el otro más grande que alberga el mercado ordinario, se pude ver a grupos de inefables vendedores, en cuclillas sobre las aceras y protegidos por toldos. Aquí los vendedores ambulantes ofrecen toscos crucifijos de fabricación casera que representan un Cristo espantoso y sanguinolento (los protestantes asumieron la iconoclastia). También abundan los grandes cuencos rojos y las jarras de la Atalaya, villa situada en el interior, de tradicional fama por sus alfareros. De pie junto a los cacharros están las muchachas, de aspecto salvaje y grandes ojos impúdicos, que los transportan a la ciudad sobre sus cabezas. Si consiguen vender por un total de seis peniques, el esfuerzo de recorrer las quince millas queda compensado. En el mercado agrícola las magníficas naranjas llaman la atención.
En todas las islas no hay naranjas que se puedan comparar a las de Gran Canaria. por tres peniques uno puede comprar diez piezas, grandes, jugosas y dulces. Aquí, como en Santa Cruz, el impuesto de consumos resulta gravoso en exceso para la gente. Una anciana que traiga su cabra a la ciudad para vender su leche paga algo más de medio penique al día por el privilegio. Si quisiera vender un cerdo en el mercado, tendría que pagar no menos de dos chelines.» ¡Ay los impuestos! ¡Qué invento!