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Vista exterior de la Casa Blanca, en Washington.
El día después del 3-N

El día después del 3-N

Europa debe apostar decididamente por una refundación del vínculo transatlántico sobre una base de confianza mutua, valores conjuntos, intereses compartidos y destino común

Nicolás Pascual de la Parte

Jueves, 22 de octubre 2020, 23:19

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El próximo martes 3 de noviembre los estadounidenses están convocados a votar (los que no lo hayan hecho ya por correo), como cada cuatro años desde 1788, a su presidente, o para ser precisos a los colegios electorales estatales que elegirán al primer mandatario de la gran República norteamericana. Sea el republicano Donald Trump o el demócrata Joe Biden el finalmente elegido, Europa, y por ende España, está llamada el día después a renovar y reforzar el vital vínculo transatlántico que enlaza las dos orillas del Atlántico.

En los cuatro años de la Presidencia de Trump hemos asistido a la aceleración de una tendencia de fondo histórica caracterizada por el nacionalismo, aislacionismo y repliegue de Washington. Se trata de un fenómeno estructural, y no de un desvarío coyuntural, de la política norteamericana, que antecedió y pervivirá a Trump, asumido e impulsado, con diferentes tonos y ritmos, por republicanos y demócratas. Este giro estratégico norteamericano, que afecta en igual medida a su política doméstica y exterior, obedece a un cambio de prioridades en su visión del nuevo orden mundial. El factor determinante de su reposicionamiento es el desplazamiento del centro de gravedad económico y comercial global del Atlántico al Pacífico, y en ese nuevo paradigma la rivalidad con China como potencia emergente que disputa a los EE UU la hegemonía mundial.

Como resultado de esta mutación geoestratégica, la tradicional relevancia de Europa y de la alianza transatlántica cede terreno en Washington. Justo en una coyuntura en la que el vigor y la operatividad del vínculo común occidental se nos revela más importante que nunca. Y ello por varias razones, que se condicionan e interactúan entre si. Veamos.

Un declive relativo: en términos comparativos globales tanto la riqueza generada (45%) como sobre todo el peso demográfico (10%) conjunto de EE UU y Europa disminuyen progresivamente, en particular en relación con las pujantes emergencias de China hoy y de la India mañana.

Un cuestionamiento del modelo de civilización occidental: en el que confluyen el fulgurante crecimiento sin precedentes de China, que se entroniza como un exitoso modelo alternativo de rápido desarrollo centralizado e intervencionista sin libertades políticas; el revisionismo revanchista geoestratégico de la Rusia de Putin; la proliferación de regímenes autoritarios que priman la eficacia a corto plazo sobre la legitimidad de los valores, estructuras y procesos democráticos. En suma, gana terreno un insidioso prestigio de regímenes iliberales que ponen en entredicho los principios y normas del orden liberal global forjado por Occidente bajo el liderazgo de los EE UU.

Finalmente, un avance vertiginoso de nuevas tecnologías disruptivas (inteligencia artificial, big data, computación cuántica, internet de las cosas, robótica, nanotecnología, redes de telefonía 5G) que cambiarán los parámetros económicos, sociales y políticos de nuestras sociedades, y tendrán un profundo impacto aún imprevisible en nuestras vidas privadas y colectivas. El dominio de tales tecnologías determinará la hegemonía económica, política y militar así como la posición relativa de las naciones en el nuevo orden mundial.

Por estos motivos, entre otros, el día después de las elecciones presidenciales norteamericanas, Europa debe apostar decididamente por una refundación del vínculo transatlántico sobre una base de confianza mutua, valores conjuntos, intereses compartidos y destino común. En este marco renovado cobrará todo su sentido y virtualidad la deseada autonomía estratégica europea, como eficaz pilar europeo de una comunidad transatlántica de seguridad, defensa, intercambios comerciales y financieros, y desarrollo tecnológico. Los europeos deberemos actuar con celeridad para salir al paso y contrarrestar las fuerzas populistas y dinámicas nacionalistas que se esforzarán en ambas orillas en construir fronteras divisorias y relatos excluyentes, que conducirían a la irrelevancia de Europa y la decadencia de los EE.UU. Esto es, a un suicidio de Occidente.

Europeos y norteamericanos deberemos pues ponernos manos a la obra, insisto el día después de las elecciones presidenciales, para revitalizar nuestra existencial alianza estratégica, que va más allá de desencuentros coyunturales, miopes cálculos nacionalistas o personalidades concretas. Conscientes como somos de que no existe un orden internacional dado o natural que se termina imponiendo por su inevitabilidad objetiva, sino que, dejado al puro juego de las fuerzas e intereses en conflicto, el orden global será el resultado de la distribución del poder y de las relaciones de fuerza. Por tanto, si queremos revalidar y actualizar un orden mundial liberal, basado en la fuerza del derecho y no el derecho de la fuerza, que aspira a la colaboración internacional y no a la competencia hostil y menos aún a la confrontación, europeos y norteamericanos hemos de poner primero orden en nuestra propia casa común y reconfigurar la alianza occidental como el actor decisivo y determinante de un orden global abierto, normativo, justo e inclusivo.

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