El Estado, condenado a pagar 18,6 millones a Enagás por frustrar las plantas de gas de Canarias
El Supremo condena a la Administración central a pagar 18,6 millones de euros por vulnerar el principio de confianza legítima en el sector público
El Tribunal Supremo ha condenado a la Administración del Estado a indemnizar a Enagás Transporte, S.A.U. con 18,6 millones de euros más intereses por los perjuicios derivados de los proyectos fallidos de las plantas de gas natural licuado (GNL) previstas en Tenerife y Gran Canaria, al considerar que el Gobierno vulneró el principio de confianza legítima con su actuación administrativa y legislativa durante dos décadas.
La sentencia, dictada el 25 de septiembre de 2025 por la Sección Quinta de la Sala de lo Contencioso-Administrativo del alto tribunal, con ponencia del magistrado Francisco Javier Pueyo Calleja, estima íntegramente el recurso interpuesto por Enagás contra la desestimación, por silencio administrativo, de su reclamación de responsabilidad patrimonial frente al Estado.
Según el fallo, la compañía actuó «ajustándose en todo momento a la actuación administrativa y legislativa que generó una confianza legítima en el marco regulatorio», hasta que el Ejecutivo cambió de criterio y de normativa, dejando los proyectos sin viabilidad legal ni material.
Una apuesta oficial que acabó en papel mojado
El origen del conflicto se remonta a principios de los años 2000, cuando el Gobierno incluyó las plantas de gasificación de Canarias dentro de la planificación estatal del sistema gasista 2002-2011 como instalaciones de categoría A, es decir, obligatorias y no sujetas a condicionantes de demanda. La iniciativa se impulsó a través de Gascan, una sociedad creada por el Gobierno de Canarias y el grupo Endesa para desarrollar la gasificación del archipiélago.
En 2013, el Estado fue más allá y, mediante la Ley 17/2013, impuso a Enagás la obligación de adquirir la totalidad de Gascan, lo que la compañía hizo por mandato legal, asumiendo los costes de los proyectos en curso. Enagás invirtió millones en estudios técnicos, proyectos y autorizaciones, convencida de que la infraestructura contaba con respaldo institucional y formaba parte del sistema gasista básico.
Sin embargo, la secuencia administrativa se truncó con la anulación judicial de la autorización ambiental de la planta de Tenerife en 2015 y con un giro posterior de la política energética. En 2018, la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia (CNMC) introdujo por primera vez la exigencia de demostrar la «sostenibilidad económica» de las plantas, alegando falta de demanda suficiente.
Finalmente, el Gobierno cerró el paso a cualquier posibilidad de desarrollo al aprobar el Real Decreto-ley 6/2022, que excluyó las plantas canarias del sistema gasista nacional al redefinir la red básica y relegar sus posibles usos a actividades secundarias, como el suministro a buques o puertos.
El Supremo considera que ese cambio de rumbo, tras años de decisiones favorables, informes positivos y un mandato legal de adquisición, quebró la confianza legítima de la empresa en la viabilidad de los proyectos. «Las actuaciones administrativas y legislativas realizadas a lo largo del tiempo generaron una confianza legítima en el desarrollo de las plantas de regasificación que produjeron unos costes que, como consecuencia del cambio sorpresivo de criterio, devinieron en daños antijurídicos», recoge la resolución.
El tribunal descarta que Enagás reclamara un derecho a construir las plantas, pero sí reconoce que los costes asumidos hasta 2018 —en estudios, proyectos y gestiones— fueron consecuencia directa de la actuación incoherente del Estado.
Sin posibilidad de recurso y un varapalo a las administraciones
El fallo, que no admite recurso, sienta además un precedente relevante al reconocer el derecho a ser indemnizado cuando el propio Estado crea expectativas legítimas de inversión y luego modifica de forma inesperada el marco normativo y administrativo, frustrando proyectos promovidos bajo su impulso. En consecuencia, el Supremo declara procedente la responsabilidad patrimonial del Estado y del legislador por vulnerar la confianza legítima