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Paula Radcliffe, consolada por su compatriota Liz Yelling tras la maratón femenina de Pekín'08. reuters
Paula Radcliffe, lágrimas de maratón
Fracasos y tragedias

Paula Radcliffe, lágrimas de maratón

La atleta británica, aplastante dominadora mundial de la distancia durante años, nunca pudo demostrar su nivel en los Juegos

DAVID ÁLVAREZ

Martes, 20 de julio 2021, 18:17

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En los Juegos Olímpicos, Paula Radcliffe (17 de diciembre de 1973, Northwitch, Inglaterra) ha puesto siempre sus mayores ilusiones y ha recogido sus más extraordinarios descalabros. Quizá no en sus primeras dos participaciones, en Atlanta en 1996, en los 5.000 metros, donde terminó tercera; y en Sídney en 2000, cuando terminó cuarta en los 10.000. Aquellos resultados reflejaban con bastante precisión su lugar en esos momentos en el concierto internacional. Del mismo modo que, en 2004, su lugar en el concierto internacional le hacía acariciar sin demasiada fantasía la imagen de ella misma con el oro en maratón.

Para entonces, la británica era ya la aplastante dominadora mundial de la distancia. Sólo dos años antes había dado el salto al asfalto desde la pista, en la prueba de Londres, en abril de 2002, y ya entonces se quedó a sólo nueve segundos del récord del mundo. Ese mismo año, en octubre volvió a intentarlo en Chicago, y lo consiguió: 2:17:18, una mejora de más de un minuto. Los 42,195 km eran su lugar en el mundo del atletismo y siguió exprimiéndolos.

La primavera siguiente, de nuevo en Londres, dejó para el recuerdo una carrera asombrosa, en la que paró el cronómetro en 2h15m25s, otro salto extraordinario, una marca casi masculina. Inalcanzable para sus competidoras. Con aquella demostración en la mente, las maratonianas se prepararon para competir en Atenas por la medalla de plata, para fotografiarse en el podio al lado del prodigio.

La carrera olímpica comenzó como se esperaba que terminara. Radcliffe en cabeza, dominadora, dueña del espacio y los ritmos. Sorprendió el momento en que la superaron la japonesa Noguchi y la keniata Ndereba. Aunque la perplejidad mundial llegó en el kilómetro 36. La británica comenzó a frenarse lentamente. Se llevó la mano a la frente, la boca abierta por el llanto, las lágrimas asomando bajo las gafas de sol. Se detuvo, apoyó las manos en las rodillas, destruida. Caminó unos pasos y alcanzó a sentarse en un bordillo. A seguir llorando.

Destrozada por la decepción, intentó reconciliarse con los Juegos participando pocos días después en los 10.000 metros. Pero también tuvo que abandonar, esta vez a ocho vueltas para la meta.

Nada en aquellas lágrimas sobre el bordillo explicaba lo que había sucedido. Ella no lo contó hasta meses después, y las durísimas críticas por la decepción en su país se sumaron a su propia desilusión. Un par de semanas antes de la carrera había sufrido una lesión en una pierna. La combinación de los antiinflamatorios y del estrés por el contratiempo le arrasaron el estómago. De ahí el absoluto vaciado de energía que la echó a la cuneta en el kilómetro 36.

Y de esas lágrimas a las de Pekín en 2008, cuando quería, por fin, reconciliarse con los Juegos y cruzó la meta en el puesto 23, y con el mismo llanto del bordillo. Sólo tres meses antes de terminar en el Nido de Pájaro, había sufrido una fractura por estrés en el fémur, y su preparación olímpica había transcurrido en la piscina y la cinta, con apenas seis sesiones sobre el asfalto. «No hay atajos en el maratón», dijo al terminar.

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