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Una empleada desinfecta equipos en el centro de prensa de los Juegos de Tokio. Zsolt Czegledi (Efe)
El hombre que nos vigila

El hombre que nos vigila

Tokio blues ·

La llegada de los enviados especiales a la capital nipona para cubrir los Juegos es una auténtica odisea

PÍO GARCÍA

Enviado especial a Tokio

Martes, 20 de julio 2021, 10:46

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Ayer (juraría que fue ayer) llegué al aeropuerto internacional de Haneda, en Tokio. Pasé ocho o nueve controles, enseñé veinte papelotes, recibí alguna educada reverencia, tuve que escupir en un tubito, se me cayeron los veinte papelotes, salí negativo por tercera vez en una semana, me dieron una acreditación con la mitad de mis apellidos y luego nos metieron a todos en un autobús para llevarnos a una explanada lejana a coger un taxi. Solo podía ir uno por taxi.

Mi taxista se equivocó de hotel.

Al llegar a la recepción, el conserje me miraba asombrado. Repasaba la lista de los periodistas alojados y no encontraba a nadie con esa exuberancia de nombres y apellidos tan española: «¡Pío Manuel García Tricio!», exclamaba atónito. Él parecía sinceramente azorado, como si yo hubiera sido víctima de alguna lamentable estafa, y a mí, con la espalda triturada y a punto de derrumbarme en lágrimas, me dieron ganas de declamarle elegíacamente todos los sitios por los que había tenido que pasar para llegar hasta ese mostrador: Calahorra, Alfaro, Castejón, Tudela, Ribaforada, Zaragoza, Madrid, Barajas, Londres-Heathrow, Haneda... Finalmente, al tipo se le encendió una lucecita, se metió en un despacho a todo correr y me trajo un mapa: tenía que ir a otro hotel, que se llamaba igual pero con la palabra 'grande' –así, en español–, al final. «Es nuestro gemelo», anunció ufanamente. «Está a dos minutos caminando», sonrió. Me dio un planito.

Me perdí.

Quizá no debiera confesar estas cosas en voz alta porque, según la organización, deberíamos seguir una cuarentena rigidísima, pero ustedes disimulen: el caso es que me pegué un paseíto por Tokio con las maletas a cuestas mientras trataba de encontrar el camino adecuado. Vi gente comiendo apresuradamente bolitas de arroz y personas paseando perritos lanudos. Escondí mi acreditación para evitar que me delataran, aunque nadie parecía reparar en mí. En Tokio anochece de repente, a eso de las siete y media, como si el emperador tuviera prisa por bajar la persiana y echarse a dormir. Cuando llegué al hotel era ya noche cerrada; una noche tibia y húmeda, pegajosa. En la recepción había un individuo vestido de uniforme, sentado con la espalda bien recta, hierático como una esfinge, solemne, imperturbable, que miraba al infinito como si le hubiera dado un pasmo.

Creemos que es el hombre que nos vigila.

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