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El robo de la Copa del Rey de 1978

El robo de la Copa del Rey de 1978

Este relato fue publicado en un libro colectivo titulado Rojo sobre Negro: 17 relatos criminales en 2007. En la ficción el escritor grancanario Santiago Gil recrea el ambiente de la final de Copa contra el Barcelona y un supuesto robo del trofeo por parte de un grancanario en el museo de Nou Camp.

Jueves, 1 de enero 1970

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Me llamó directamente el presidente del Fútbol Club Barcelona. Él querría haber llamado a Pepe Carvalho, pero desde que murió Vázquez Montalbán no hay dios que sepa dónde diablos se ha metido. Querían a un culé que comprendiera la dimensión del problema y que supiera valorar la importancia del robo y sus posibles consecuencias en la masa social barcelonista. Yo no era culé, pero era el mejor. Desde que dejé la policía había ido ganándome una gran reputación en el cogollito del seny catalán gracias a los casos que fui resolviendo con discreción e inteligencia. Era caro, posiblemente el más caro de todo el país, pero quien pagaba sabía que estaba contando con el mejor. Al Barça lo del dinero le preocupaba poco. Por mucho que facturara nunca iba a llegar a lo que cobran sus estrellas cada mes. El presidente estaba muy nervioso, gesticulando y profiriendo tacos en catalán y en castellano indistintamente. Yo, en cambio, hablaba despacio, tranquilo, con la pachorra que les escuché siempre a mis abuelos en la isla. Desde un primer momento aprendí que quien quiere sacarle partido a la inteligencia tiene que ir con tiento y midiendo bien las palabras. Mis abuelos hablaban despacio y gracias a eso no dejaban nunca de encontrarle un humor socarrón a todo lo que les acontecía. Sólo perdían la paciencia y la saudade diaria cuando iban al Estadio Insular a ver jugar a la Unión Deportiva Las Palmas, pero aun así nunca llegaban a comportarse como todos esos energúmenos que van hoy al fútbol a despotricar contra todo bicho viviente. El presidente fue conciso y directo:

-Nos han robado la Copa del Rey de 1978 y estamos dispuestos a pagar lo que haga falta por recuperarla. No nos importaría, llegado el caso, negociar con los ladrones para que la devolvieran a cambio de dinero. Lo que queremos es saber dónde diablos está y quién ha sido el que se la ha llevado de la sala de trofeos del club.

No querían acudir a la policía porque sabían que sobre la marcha trascendería la noticia a los medios de comunicación. Lo primero que habían decidido, antes incluso de llamarme, era proceder al cierre por reformas de la parte del museo en la que se exhibían las Copas del Rey.

Sabemos de su trayectoria profesional y no dudamos de que usted será capaz de encontrar la Copa. Lo que sí le pedimos es máxima discreción, y no tengo ni que decirle que puede disponer de todos los medios que le sean precisos para la investigación. Para mí esa Copa tiene un valor especial porque fue el primer título que le vi ganar al Barça en directo, y además en el estadio Santiago Bernabéu, y para el barcelonismo supone una referencia casi mítica en la historia del club porque fue el último trofeo que recogió Johan Cruyff antes de dejar el equipo. No quiero ni pensar la que se armaría si esto se llegara a saber.

Me llamo Gregorio Julián Nublo de la Sombra, soy hijo de canarios y durante mi infancia viví alternativamente entre Las Palmas de Gran Canaria y Barcelona. Mi madre no se terminaba de adaptar a la vida catalana y desde que podía se iba a vivir a la isla. Mi padre, que era funcionario de Correos, se quedaba solo durante muchos meses en Barcelona, y aunque nunca se lo llegué a decir lo eché muchas veces de menos en la isla, sobre todo cuando lloraba delante del mar. Siempre me han entrado ganas de llorar delante del mar. Puede que fuera por esa ausencia o porque el mar, si te coge con la guardia baja, puede dejarte aliquebrado y triste a poco que te dejes llevar por el ir y venir de las olas.

No me fue difícil resolver el caso. El ladrón había dejado pistas por todas partes, y se notaba que no era un profesional. Su único mérito fue haber logrado desconectar las alarmas del museo y haberse colocado una capucha desde que bajó de la furgoneta hasta que se volvió a subir con la Copa metida dentro de un saco. Los vigilantes no se enteraron de nada, entre otras cosas porque casi todos los vigilantes creen que todo está controlado por la informática y los rayos infrarrojos, y en lugar de vigilar se ponen a ver la televisión o se dedican a llamar a la radio de madrugada para contar sus traumas infantiles. Huelga decir que el robo se produjo de madrugada.

Poniendo en práctica los métodos deductivos que había aprendido de los grandes autores literarios del género negro me fue fácil saber que el ladrón había llegado hasta el puerto de Calafell con la Copa camuflada en los asientos reclinables de una furgoneta que había alquilado unos días antes en Cornellá de Llobregat. Yo de niño fui muchos veranos a Calafell, y aún recuerdo a aquel viejo loco y enjuto, con barba de chivo, que no paraba de gesticular mientras hablaba con otros escritores. Mi madre se quedaba alelada escuchando de lejos las conversaciones y diciéndome que los que estaban con aquel viejo flaco como un pírgano eran Vargas Llosa y García Márquez, y que el viejo loco se llamaba Carlos Barral. Pero eso era de niño, porque ya de grande descubrí que el ladrón había metido la Copa del Rey en un velero y había partido rumbo a Valencia. Desde la ciudad del Turia siguió luego para Málaga, y finalmente estuvo unos días en Cádiz haciendo acopio de alimentos y de combustible antes de partir hacia Gran Canaria.

No hacía más que imaginarme al ladrón con la Copa del Rey brillando en la cubierta de su velero cada vez que la luz de luna se reflejara majestuosa en el océano Atlántico. Me lo imaginaba mirando la Copa y recordando las grandes gestas deportivas del equipo amarillo. Con los ojos cerrados seguro que pudo rememorar las faltas de Torres, los detalles técnicos de los inolvidables y geniales Silva y Mujica, el señorío de Tonono, la elegancia de Juanito Guedes, y por supuesto la grandeza de Germán Dévora, que para el ladrón como para la mayoría de los que lo vieron jugar seguro que había sido el mejor jugador canario de todos los tiempos junto con Juan Carlos Valerón. Pero podría jurar que también se le aparecieron los que llevaron al equipo a la final de Copa del Rey de 1978 tras un encuentro de infarto en la semifinal contra el Sporting de Gijón. Por su mente volverían a aparecer Carnevali, Felipe, Brindisi, Morete, Noly, Félix, Roque y todos los que quedaron para siempre en su recuerdo en aquel momento memorable en que saltaron al césped del Bernabéu con miles de canarios gritando, llorando o cantando a los acordes de la Banda de Agaete o de Los Gofiones. El ladrón me contó luego que había estado allí, viviendo el instante más emotivo de su vida antes de que la cara dura del árbitro, un tal Franco Martínez, y la calidad de Cruyff, Neeskens, Rexach y compañía echaran por tierra todas las ilusiones. Nunca aceptó la derrota. Él era de los que pensaba que aquella Copa tenía que haber ido a parar a Gran Canaria. Por eso la robó; por eso mismo se la había llevado a la isla.

Yo hacía más de diez años que no regresaba a Gran Canaria, y de niño también había vivido aquella memorable final, pero a través de la televisión. Estaba en Barcelona y por supuesto iba a favor de Las Palmas. Mis abuelos, los dos, tanto el padre de mi padre como el de mi madre, habían estado en el Bernabéu y luego se habían acercado a Barcelona para hacernos una visita. Llegaron apesadumbrados y mascullando la mala suerte y el mal fario de aquel partido fatal. Ellos nombraban todo el rato la palabra magua, y se decían que ya habría otra oportunidad más adelante, aunque los dos sabían que a sus años no tendrían muchas opciones de volver a estar tan cerca de la gloria. Los dos murieron unos años después, justo antes de que el equipo se perdiera por vez primera en el pozo insondable y lastimoso de la Segunda División B.

En aquellos años reconozco que me gustaba mucho el fútbol y que tenía en equipos de chapas o de cajas de fósforos los dieciocho clubes que integraban la Primera División. Ahora no, ahora el fútbol me parece un vil negocio que se confunde con el espectáculo de los deportes norteamericanos. Estoy con los que opinan que se ha perdido la esencia y la pasión, aunque es verdad que alguna vez disfruto con algún partido que otro.

En Cádiz averigüé cómo se llamaba, dónde vivía y hasta el año en que se había sacado el título de patrón de barco. Como digo no era un caso difícil, y yo creo que hasta el mismísimo presidente lo hubiera resuelto por sí mismo a poco que se hubiera puesto. Volé en avión desde Sevilla hasta Gran Canaria.

El ladrón vivía en la zona de Vegueta y se llamaba Francisco Brito Marrero. Era oculista y tenía su consulta en la calle Dolores de la Rocha, justo debajo de su casa. Acababa de cumplir sesenta y cinco años y era un Libra con ascendente Acuario. Llamé el mismo día de la llegada a su consulta y le pedí hora a su secretaria. Le dije que no veía bien, y que a veces los objetos que tenía delante empezaban a cambiar de colores alternativamente, casi siempre del rojo al negro, y del verde al amarillo. Me imagino que ella hubiera deseado mandarme al psiquiatra o haberme mandado directamente a freír espárragos, pero no están los trabajos como para que la gente se ande jugando despidos por decir lo que le pide el cuerpo en cada momento. Ella, por lo menos, supo controlarse, me imagino que pensando en los dos niños que tenía que mantener después de que el cafre de su marido se marchara con aquella farotona mulata que había llegado a la isla para bailar en El Floridita. Tomó nota de mi nombre y me dio hora para las siete y media de la tarde del día siguiente. Me dijo que le había costado mucho buscarme un hueco, y que era el último paciente del día

A Francisco Brito lo conocían sus más allegados como Paquito Brito. Cuando llegué a su consulta lo traté siempre de doctor o de señor Brito. Previamente le había dado las buenas tardes a la secretaria de la entrada y también le había vuelto a recordar mi nombre y la causa de mi visita. No se inmutó ni levantó la vista del teclado. Se notaba que había llorado hacía poco, y si yo no hubiera estado para lo que estaba me habría escapado a la floristería más cercana a comprarle un ramo de rosas amarillas. Pero ni siquiera le dediqué un gesto o una palabra de complicidad, y ella a mí tampoco. Sabía que se llamaba Nieves, Nieves García.

Uno con los años ha aprendido que los asesinos o los ladrones casi nunca tienen cara de asesinos o de ladrones, por lo menos los buenos asesinos y los buenos ladrones. Paquito era un ejemplo de esa teoría. Parecía un simplón y un cagapoquito. Para entrar en confianza me dejé observar por los extraños aparatos que enfocaban a mis ojos, pero tuve que cortar sus observaciones médicas cuando llegó con unas gotas verdosas que tenían toda la pinta de dejarte ciego. No me fue difícil abordar el tema que quería tratar con él. Justo encima de la mesa de su despacho tenía una gran foto del equipo de la Unión Deportiva que jugó la final de la Copa del Rey en el Bernabéu, y en la mesa había también una instantánea más pequeña en la que se veía a Paquito con su gorra, su bufanda y su bandera amarilla junto a un grupo de aficionados en la Plaza Mayor de Madrid. Según le nombré el partido se olvidó de las gotas y se puso a teorizar sobre las razones inmerecidas de aquella injusta derrota. Repetía una y otra vez que moralmente Las Palmas había sido el campeón. No dejaba de sacar todo el rato la palabra moralmente. Me estaba poniendo nervioso con su discurso cargado de frustración y de resquemores injustificados.

Siguió hablando y señalando la foto que tenía en la pared. Se notaba que era un tipo infantil, enmadrado e inmaduro, quizá un poco edípico y por supuesto tremendamente mitómano. También era un acojonado de cuidado. Según le pregunté que dónde había escondido la Copa del Rey se echó a llorar y empezó a berrear como un niño de teta. Escondió su cara entre las manos y si no lo agarro a tiempo se hubiera destrozado la cabeza contra la pared del despacho. Cantó como un pajarito mañanero en primavera:

-Sabía que me acabarían cogiendo, pero no pude evitarlo, se lo prometí a mi padre antes de morir, y se lo debía a todos los grancanarios que murieron con el resquemor y la pena de aquella derrota. Nosotros nos merecíamos la Copa, era nuestra, y no es justo que estuviera en aquel macro museo en el que nadie le da ninguna importancia al lado de las Copas de Europa, las Recopas o los trofeos de Liga. Me da igual que ahora me metan en la cárcel, de hecho me había parecido todo demasiado fácil, pero siempre estamos condenados de antemano, o en nuestra conciencia, como el personaje de Crimen y Castigo, y si le digo la verdad yo casi estaba deseando que llegara este momento para liberarme: por lo menos me quedo con la satisfacción de que la Copa ha estado unos días donde tenía que estar: lo confesaré todo, no tengo ningún problema, tampoco creo que a mi edad vaya a ir a la cárcel por eso, está arriba, en mi habitación, justo enfrente de donde me acuesto cada noche. Yo estuve allí, al lado mismo de donde estaba la Copa, y casi la miré más a ella que al partido. Mi padre acabó llorando, lo mismo que los miles de paisanos que se habían gastado un dineral para ir a Madrid a ver ganar al equipillo. La mayoría iba a la Península por primera vez, y no sabe usted qué momentos más intensos y más bonitos se vivieron las horas antes del partido, pero todo acaba, esto también, póngame las esposas si quiere, no me voy a resistir, hasta aquí he llegado.

Se murió de repente. El muy idiota se fue poniendo morado y se cayó al suelo delante mismo de donde estaba la Copa del Rey. Tenía la frente llena de heridas por los dos cabezazos que se había pegado contra la pared antes de que yo le agarrara. Yo aún no sabía si lo iba a matar o no. Me imagino que al final le hubiera metido un poco miedo y lo hubiera dejado vivir. Pero la cosa es que aquel individuo apocado y simplón se me había quedado muerto sobre la alfombra de su dormitorio. Lo primero que hice fue borrar todas mis huellas de la casa y del despacho. Luego cogí la Copa y la envolví en una manta. Pesaba un quintal y no sabía cómo diablos podía ir por Vegueta cargando con la Copa del Rey de 1978 sin llamar la atención. El coche que había alquilado en el aeropuerto lo tenía en la calle Reyes Católicos, a unos doscientos metros del despacho de Paquito Brito. Me esperé hasta las doce de la noche, aunque a veces se levantan más sospechas a esas horas solitarias que a plena luz del día, cuando cada uno va por la calle sin fijarse nunca en lo que hace el prójimo. La única que me podría complicar el trabajo era la tal Nieves García, la secretaria deprimida y despechada a la que nunca le compré flores. Me llevé su teléfono y la llamé cuando ya había logrado llegar al coche y poner la Copa en el asiento trasero sin que me viera nadie. No me costó mucho meterle el miedo en el cuerpo. Antes de ir al despacho había averiguado dónde vivía y dónde estudiaban sus hijos. Le dije que el tal Paquito Brito había muerto de un infarto fulminante y que lo único que le pedía es que se olvidara para siempre de mi cara. El nombre que le había dado en la consulta era el de un futbolista del Rayo Vallecano de los años ochenta y por tanto por ese lado no debía temer nada. Le dije que si alguien le preguntaba me describiera justo al contrario de cómo soy, es decir, rubio, bajito y con una voz muy aguda. Ella permanecía en silencio, pero escuché cómo empezó a respirar entrecortadamente cuando le nombré a sus hijos y le dije en qué colegio estudiaban y dónde cogían cada mañana el transporte escolar. Se echó a llorar y me pidió encarecidamente que no les hiciera nada a sus vástagos. Me recordó que era lo único que tenía en el mundo, y por supuesto me aseguró que si alguien preguntaba por el último paciente ella lo describiría tal cual le había dicho que lo hiciera hacía unos segundos. Por ese lado no me tendría que preocupar lo más mínimo.

Ya tenía la Copa en mi poder. Iba por la Avenida Marítima como seguro que hubieran ido los jugadores del equipo amarillo treinta años atrás si la suerte les hubiera sido propicia y hubieran ganado en el Bernabéu al Fútbol Club Barcelona. No quise telefonear a la gente del equipo culé. Decidí hacer tiempo y quedarme a dormir en el mismo coche antes de salir al día siguiente en el ferry para Tenerife, para desde allí coger luego el barco hasta Cádiz y seguir en el mismo vehículo por carretera hasta Barcelona. La agencia en la que había hecho la reserva del coche era una franquicia internacional que en ningún momento me había puesto ninguna pega por las idas y venidas de su vehículo siempre y cuando pagara la fianza acorde a esos traslados y al tiempo que pensaba tener el coche. Para dormir esa noche decidí que lo mejor era adentrarme en la zona de Mesa y López y buscar aparcamiento en medio de los cientos de coches estacionados en las calles cercanas al Corte Inglés. Finalmente logré aparcar en la trasera del Mercado Central, justo enfrente de una churrería que desde las cinco de la mañana ya estaba siendo frecuentada por los borrachos recalcitrantes de la noche y por los trabajadores decentes y responsables que a esas horas salían a ganar el pan para los suyos. En el coche tenía frutos secos, agua sin gas y chocolatinas, y por tanto sólo tuve necesidad de salir un momento a echar una meada justo detrás del amplio maletero al que había pasado cuidadosamente la Copa del Rey antes de que abriera las puertas la churrería.

Dudé entre coger el ferry para Tenerife en Agaete o hacerlo directamente en el Puerto de Las Palmas. Finalmente no quise correr riesgos estúpidos en la carretera y saqué el pasaje para salir de Las Palmas de Gran Canaria a las nueve de la mañana. Me puse justo detrás de los transportes de mercancías que se dirigían a Tenerife y esperé pacientemente el turno de embarque. Tenía la Copa en mi poder, y en unos días estaría en el lugar en que había estado desde que Johan Cruyff la levantara en el Bernabéu en el mes de abril de 1978. Sabía también que con lo que me iban a pagar los dirigentes del equipo blaugrana tenía para tomarme cuatro o cinco años sabáticos o para comprar una casita en Mahón a la que le tenía echado el ojo desde hacía varios veranos.

Cuando entré al barco traté de buscar un aparcamiento que estuviera justo al lado de alguna de las salidas que conducían a cubierta. En principio pensaba camuflarme en el asiento trasero y hacer el viaje sabiendo que ningún caco de tres al cuarto me podía echar a perder el negocio cogiendo la Copa como si fuera un trofeo de squash y vendiéndola luego al primer perista vivales que encontrara en Tenerife. El barco tardaba en salir. Mientras escuchaba el eco asmático e intrigante de los motores no hacía más que pensar en lo que había supuesto esa Copa hacía casi treinta años. Con ella habían dado la vuelta de honor al Bernabéu Cruyff, Asensi, Neeskens, Rexach y todos los demás. La había tenido el Rey de España en las manos y seguro que todos los canarios que estaban en el estadio hubieran dado un par de años de sus vidas por haberla logrado. Mis abuelos, por ejemplo, hubieran llorado de emoción y habrían llegado luego a Barcelona eufóricos y contentos. Todos ellos pensaban que la Copa tenía que haber ido a parar en Gran Canaria. Ahora estaba en Gran Canaria. Todavía estaba en Gran Canaria. Pero el único que lo sabía era yo. Los camioneros, por ejemplo, habían aparcado con cara de asco justo al lado de ella, y los que tenían que revisar el barco para que no me diera por meter una metralleta o unos fardos de cocaína ni se molestaron en abrir el maletero. Si lo hubieran hecho me habrían complicado mucho la vida, aunque me imagino que hubiera recurrido a algún argumento convincente. Hace tiempo que sé que todos los argumentos que uno utiliza creyéndolos a pies juntillas son siempre convincentes, y también sé que en las aduanas de los puertos casi nunca miran los coches de los particulares. Como mucho le revisan la mercancía a algún camionero con pinta sospechosa. Ese día no creo que pararan a nadie. Te miraban con cara de malas pulgas, como haciéndote un examen psicológico mientras entrabas al barco, pero te daban paso y hasta te deseaban una buena travesía. Tuve suerte.

Prefería llamar a los dirigentes del Fútbol Club Barcelona una vez estuviera llegando a la Ciudad Condal, pero no sabía que un mal día lo puede tener cualquiera, incluso alguien tan frío y tan equilibrado como yo. Todos podemos ponernos sentimentales alguna vez, y a mí me tocó en aquel barco venido a menos. Me dio por llorar recordando a mis abuelos, sobre todo cuando los empecé a ver saltando como niños en el Estadio Insular cada vez que la Unión Deportiva metía un gol. También recordé las bromas y las burlas de mis compañeros catalanes en el colegio al día siguiente de la final de Copa. Me llamaban indio o se ponían a canturrear entre risas la canción del Canarito. Tuve un mal momento y cuando me quise dar cuenta estaba tirando la Copa del Rey al océano. Acabábamos de doblar la punta de La Isleta y navegábamos justo enfrente de la Playa de Las Canteras. Allí está la Copa del Rey de 1978, hundida en el mar a unos cientos de metros de La Barra, en el lugar en el que siempre tuvo que estar, donde mis abuelos y tantos otros canarios que ya están muertos habrían querido que estuviera. Nadie más lo sabe, pero soy de los que piensan que en la vida lo que importa son sólo los hechos y las evidencias, y en este caso, aunque la realidad desmienta lo que pone en las hemerotecas, la Copa del Rey de 1978 sí se acabó quedando finalmente en Gran Canaria.

No me atreví a preguntarle al presidente del Barça si se trataba de una réplica oficial o si era la auténtica Copa del Rey, aunque fuera una u otra estaba claro que era la que valía. La que ahora exhiben en el museo del Camp Nou es una burda copia que no tiene nada que ver con la que levantó Johan Cruyff en 1978. Cuando le comenté al presidente que me había sido imposible lograr la Copa casi se echa a llorar, pero finalmente se recompuso y me contó lo que él denominaba su Plan B. Al mismo tiempo que yo investigaba y me tomaba mi tiempo él había encargado una réplica a un artesano de Pakistán que no sabía ni lo que era un balón de fútbol. Lo había hecho a través de un intermediario que le debía unos cuantos favores, y de hecho sólo ese intermediario, el presidente y yo íbamos a estar al tanto de la falsificación. Por eso me pagó los gastos de la investigación y me liquidó como si le hubiera traído la Copa. De alguna manera estaba comprando mi silencio. Yo, claro, estaba encantado con el trato, aunque en todo momento me estuviera lamentando delante de él por lo complicada y baldía que había resultado la investigación. Mi reputación, además, quedaría salvada. Para los otros seguiría siendo el mejor, algo que resulta vital en esta profesión cada día más llena de advenedizos y chapuzas. Finalmente me compré la casa en Mahón, justo al lado de una en la que se encierra a componer Joan Manuel Serrat. Alguna vez hablo con él, sobre todo de las proezas del Barça, pero nunca se me ha ocurrido contarle lo de la Copa del Rey del 78, ni a él ni a nadie, por supuesto.

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