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Sus gafas de Harry Potter, su sonrisa alargada y su indomable flequillo penetraron como un soplo de aire fresco en aquel gabinete de José María Aznar, que no era precisamente la alegría de la huerta. Pío Cabanillas Alonso (Madrid, 64 años), un abogado de altos vuelos y experto en Comunicación que había trabajado con Murdoch en Nueva York, dirigía RTVE cuando en abril de 2000 Aznar le llamó para ser ministro portavoz del Gobierno, cargo que ocupó durante más de dos años hasta su sustitución por un tal Mariano Rajoy.
El flequillo sigue existiendo, el político no. Pío, que nunca militó en partido alguno, se marchó de La Moncloa sin hacer ruido y siguió con sus asesorías de comunicación en la empresa privada, pero sin abandonar la fotografía, la gran vocación que le acompañaba desde niño cuando salía con su modesta Kodak Instamatic a cazar castillos, iglesias y paisajes de la piel de toro junto a su padre, Pío Cabanillas Gallas, que fue ministro con Franco, dirigente de UCD y del PP, y otro enamorado del encuadre. «Nunca me consideré un político que hacía fotos sino un fotógrafo que estuvo en política. Fueron años inolvidables, pero ya», cuenta Cabanillas, desmarcado de la trinchera política y «decepcionado» por la «agresividad» que observa en el ambiente. «El discurso se ha radicalizado tanto que parece que la única manera de ganar titulares es el ataque personal al contrario, lo que me parece un flaco servicio a la ciudadanía», opina.
El paso por el Consejo de Ministros debió de espolear su vieja afición porque al poco de dejar el Gobierno, y animado por amigos y familia, decidió lanzarse al mundo de la fotografía profesional completando una metamorfosis que en estas dos décadas le ha llevado a publicar siete libros y mostrar su trabajo en cuarenta exposiciones, la última estos días en PhotoEspaña.
El expolítico tiene buen ojo, vende mucho y vende bien. «Te sorprende cada vez que expone, hay fotos que son una locura, y no es de los caros, aunque tampoco es barato», deslizan desde una galería. Gusta su mirada rebelde, por heterodoxa y abstracta. Esa rompedora visión la imprime particularmente a sus fotografías de naturaleza, campo en que se ha labrado un cotizado nombre. Hasta llamó la atención de la mítica agencia Magnum, que contactó con él para 'mover' sus trabajos en Estados Unidos. «Pero aún no me sentía preparado», se sincera.
Esas geometrías insólitas, su modo de desdibujar los paisajes han seducido a importantes empresas, como la Mutua Madrileña, que le ha comprado tres obras en formato grande para decorar los salones de su sede central.
Le suelen decir a modo de elogio que sus fotografías son perfectas para emplearlas como fondo de pantalla del ordenador. Él odia escucharlo, aunque se lo toma a broma. «En la naturaleza busco la belleza y el detalle, no los paisajes abiertos y explícitos. No me interesa que sepas qué es, ni dónde está. No soy un notario, busco transmitir la emoción que he sentido al ver ese matiz que en un primer momento puede pasar desapercibido», describe.
Esa idea recorre las páginas de 'Gea' (2017), un deslumbrante libro de 124 fotografías tomadas en los escenarios naturales más impactantes de los cinco continentes. Tras 'Gea' (La Fábrica) llegó 'Siria', producto de un viaje a aquel país en 2010, antes de que los yihadistas volaran parte de la ciudad milenaria de Palmira, incluidos sus templos y su Arco del Triunfo. «Estuve un mes en Siria y la pude recorrer con calma junto a un profesor de la Universidad de Damasco, que era una eminencia. Ya se notaba que algo se barruntaba. En un momento dado me dijo 'quizá sea usted de los últimos en ver estos monumentos'… y así fue».
Tiempo después, la OTAN organizó una exposición sobre la pérdida de patrimonio cultural en las guerras del mundo y, sin esperarlo, escogió como cartel una de sus fotos de Siria. «Fue un homenaje a la belleza y la cultura frente a la barbarie y la destrucción», explica sobre aquella muestra.
Tal pulsión le ha llevado este año a la guerra de Ucrania tras haber vivido en Madrid, donde reside, una experiencia con la que vino a sanar sus ganas de echar una mano en el conflicto. «A todos nos gusta ayudar, pero no sabemos cómo y acabamos no haciendo nada. Pensé que como fotógrafo podía retratar a los refugiados ucranianos en España, montar una exposición y destinar el dinero a Ucrania». Dicho y hecho. La muestra resultó un éxito, se vendió todo (al simbólico precio de 100 euros la pieza) y la recaudación dio para comprar unos generadores eléctricos que se enviaron a hospitales ucranianos. Y entonces le picó el gusanillo de dar un paso más y meterse en la boca del lobo; así que en abril cogió sus bártulos, se echó al hombro su mejor arma (una Canon 5DSR), se hizo con un casco y un chaleco antibalas y tomó un avión con destino a Varsovia y luego un tren a Ucrania para lanzarse a patear las calles de Kiev, Irpin, Borodyanka, Bucha... y , entre disparo y disparo, retratar «no el frente militar, la sangre, los muertos... sino el otro frente, el de los civiles».
Con su cámara a cuestas recorrió los barrios donde los rusos han perpetrado las peores masacres, acompañó a sus últimos residentes y convivió con el sufrimiento de los ucranianos. «Las cosas que me han contado son brutales. Torturas, violaciones, crímenes... una madre me describió cómo mataron a su hijo delante suya...«. Y esas salvajadas le han dejado huella. «He vuelto algo tocado», admite.
Hay fotos durísimas. De pérdida y desolación, de crueldad, de muerte, pero también de orgullo, valentía y nobleza. Hay rostros de hombres y mujeres que encogen el corazón, con esas profundas cicatrices que no son el surco de las balas sino de las penas.
También hay turbadoras imágenes de ciudades-cádaveres erigidas sobre el esqueleto de sus edificios. Impresiona un bloque de viviendas vacío y despellejado dejando su interior a la intemperie. Hay una puerta medio abierta, un mueble con libros, un cuarto con sillas y una mesa, y el observador puede imaginarse la cotidiana actividad que respiraba esa estancia antes de ser reventada por un misil ruso. No hay rastro de presencia humana, pero en mitad del naufragio queda la sombra de esas vidas cortadas en seco, y eso es lo que el exministro logra transmitir con su mirada.
Cabanillas, que colabora con Reporteros sin Fronteras, ha retratado el dolor de los civiles en el contexto de una guerra particularmente dramática, y ha recogido aterradores testimonios que quiere plasmar en un próximo libro, el octavo de su colección.
No obstante cuenta que ya está pergeñando un nuevo viaje al 'frente civil' ucraniano para finales de año con idea de completar el trabajo iniciado en abril. «Esta es una guerra en la que, por encima de todo, el señor Putin quiere aniquilar a un pueblo. Pero, por lo que yo he vivido, la filosofía de los ucranianos es que 'no van a poder con nosotros'». Y añade que en esa férrea voluntad de hacer frente al enemigo, la implicación ciudadana es máxima. «Los electricistas o los bomberos son recibidos como héroes», y pone el ejemplo del guía que le acompañaba, un neurocirujano que se había puesto al servicio de su país «para lo que hiciera falta». «Llevaba un busca por si le llamaban del hospital, y cuando estaba libre ayudaba a desescombrar un barrio tras un bombardeo o hacía de intérprete o de guía, como en mi caso».
El expolítico recorre estos días el norte de Groenlandia preparando un reportaje sobre los inuits, pero tiene claro que seguirá compaginando la fotografía de naturaleza –con sus paisajes y paisanajes– con la de carga social y de sociedades en conflicto. Al ministro del flequillo travieso le va el lío.
Tras su paso por la guerra, el ojo del exministro ha vuelto a ponerse de nuevo en 'modo' naturaleza. Esta misma semana el fotógrafo ha viajado al norte de Groenlandia, a la antigua y remota Thule (ahora se llama Qaanaaq), una de las ciudades más septentrionales del planeta, para acompañar a un grupo de inuits, los nativos de aquel territorio remoto, en busca de narvales, esos cetáceos con un enorme colmillo (los 'unicornios del mar', los llaman) tan apreciados por su espolón retorcido, y por su piel. Desde allí se adentrará hacia la banquisa polar con trineos tirados por perros para fotografiar el ritual de la caza del narval que los inuit mantienen casi de manera ancestral. Entre glaciares e icebergs y a 20 grados bajo cero, Cabanillas convivirá «al menos quince o veinte días» con estas tribus nativas del Ártico que se distinguen por su hospitalidad. «Será apasionante, pero duro. Allí no estás precisamente en un hotel. Estás en mitad de ningún sitio, rodeado de hielo y nieve», contaba horas antes de partir. Él suele realizar este tipo de expediciones de la mano de Ramón Larramendi, uno los grandes exploradores polares de nuestro país, pero en esta ocasión va solo, como 'freelance' y con idea de, «si el reportaje lo merece» ofrecerlo a alguna publicación «a ver si hay suerte». Y si la venta no sale, «quizá montar una exposición». Al exministro igual se le congela la sonrisa mientras espera a que el narval emerja de las profundidades árticas. Pero cuando uno ha sido acribillado a aceradas preguntas tras un Consejo de Ministros, sabe devolver el disparo, con cámara o sin ella. «Puede que no aparezcan y se te quede cara de tonto, pero en todo caso merecerá la pena la experiencia». Por si acaso le preguntamos:
– ¿Y cuánto puede costar una de sus fotografías?
– Jajaja, no lo voy a decir en público, pero te aseguro que lo vale.
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