No debe ser fácil para un escritor reconstruir un tiempo de la historia concreto. Galdós lo hizo con sus 46 'Episodios Nacionales', recopiló toda la información disponible y luego decidió contar el siglo XIX desde la intrahistoria cotidiana, no desde la vida de reyes, príncipes y aristócratas, sino desde los avatares que el pueblo llano experimenta, imagina y sufre. Vivir es inventar, escribió Nietzche, y el pueblo inventa nuevas formas de convivencia sobre todo cuando vive oprimido y sin libertad.
Antonio Tabares, el dramaturgo palmero, pone el mismo empeño que don Benito en su obra 'La Inmortalidad', representada la pasada semana en el Teatro Guiniguada de Las Palmas de Gran Canaria, un inmenso trabajo de realismo y reconstrucción de tipos donde relata y define un tiempo pasional y revolucionario de un archipiélago que buscaba afanosamente una nueva identidad, después de una virulenta y aplastante dictadura. Su fuente, los estudiantes universitarios utópicos e idealistas que vivían en La Laguna, entre los años 1976- 1979.
«Solo serás libre al llegar a Memoria, la ciudad donde habita tu único destino», escribió muy convencido Manuel Vázquez Montalbán. Pero ¿cómo era esa ciudad que imaginamos? ¿Cómo se fue construyendo paso a paso? ¿Cuáles fueron los planos de partida? ¿Hubo una sola Memoria común o cada estudiante puso su firme y sustancial idea sobre la mesa de debate?
Tabares se hace eco de una lucha colectiva, de un tiempo revuelto donde los ideales se conjugaban desde el entusiasmo y la sana rebeldía. Aquellos estudiantes eran utópicos, idealistas, marxistas, anarquistas, fumaban marihuana, leían a Troski, Bakunin, Althusser, Camus, Sartre, los Cuadernos de Marta Harnecker, evocaban la 'Libertad, la Igualdad, la Fraternidad' y algunos incluso inventaban su propio partido. Pero todos añoraban «tres minutos de verdad» como pedía en una emisora un joven llamado Manzana en el poema de Evgeni Evtushenko. Tres minutos de verdad, metáfora de una poesía humanista que volaba entonces junto a los poemas del joven poeta Félix Francisco Casanova, muerto prematuramente en aquellos tiempos de invención, utopías y compromiso político.
Converso con el director Severiano García y el autor Antonio Tabares. Adivino entre ellos una máxima complicidad, diría una creación conjunta casi obligada por lo complejo que supone relatar y escenificar desde una estructura teatral con tiempos superpuestos y con una fragmentación temporal donde todo parece suceder al mismo tiempo. Los que estábamos abajo, en el público, disfrutamos de ese continuo y estructurado intercambios de ideas y atmosferas vitales, intensas vivencias de los estudiantes inconformistas que daban a la obra un ritmo trepidante pese a la enorme cantidad de información que se ofrecía. Fluían en el escenario argumentos que navegaban desde lo sexual a lo político, desde la supervivencia cotidiana a los enfrentamientos personales, desde la divergencia de opiniones y los encendidos caracteres en plena batalla dialéctica, todo un maremágnum de ideas y ficciones que refrescaban nuestra memoria y emoción contenida. ¿Qué nos quedaba intacto de aquellos años revolucionarios? Recuerdo leer entonces a Aristóteles: la esencia es lo que permanece, la existencia es lo que varía. Mientras avanzaba la obra, pensábamos en lo que aún permanecía intacto...
La otra noche había dos escenarios, uno arriba, otro abajo. Los actores hablaban de nosotros y nosotras, aquellos estudiantes idealistas de los setenta que estábamos ahora de público, muchos ya jubilados, expectantes, muy atentos la mayoría, por momentos respirando nerviosos, nostálgicos, riéndonos de 'nuestras' tremendas ocurrencias de entonces. Estábamos allí representados, retratados a la perfección por unos jóvenes actores de muy alta profesionalidad, todo un lujo: Silvia Criado, Daniel Sanginés, Delia Hernández, Abel Moral y Javier Socorro.
A mi lado, mi amigo Nandi Jaesuria se estremecía en su asiento cuando en escena anunciaron con megáfono el asesinato del estudiante Javier Fernández Quesada por parte de la Guardia Civil, crimen que permanece impune y sus asesinos todavía andan sueltos. Nandi también recibió un balazo en el hombro aquél funesto día, se salvó de milagro; revivió su dolor, la terrible injusticia padecida entonces y que aún no ha sido resuelta en los tribunales. A la salida hablamos del 'bluff' que fue la Transición y el resurgimiento de ideologías fascistas contra las que entonces luchábamos con profunda convicción democrática.
Antonio Tabares hace acopio de una gran información. Y la pone en movimiento con un lenguaje sencillo y audaz para tratar temas de gran calado, profundos, complejos, esenciales. Severiano García dirige con enorme ingenio la puesta en escena, utilizando muy pocos elementos: una mesa se convierte en una puerta, en una barricada, en un cabina telefónica, en parte de un laberinto. Y el humor como pegamento insustituible, ese humor isleño que es también una filosofía de vida, un estar profundo y taimado, una cercana lejanía que nos define como un pueblo heterodoxo, sensible y mestizo. Y la música seleccionada, que también vino a nuestro rescate en la noche intensa.
Mientras avanzaba el espectáculo pensaba: ¡Lo que cuesta montar un país democrático, tolerante con cualquier ideología y qué fácil es perderlo todo en un momento de descuido generalizado o silencio cómplice! y ¡qué bueno ser idealista, pensar en un mejor porvenir para todos y todas! Recuerdo a Lorca cuando decía: «¡Bendito este trabajo que me lleva a la inutilidad! La poesía, la utilidad de lo inútil circulaba en el escenario como un perfume reconfortante, necesario para que respirara sensible el argumento de fondo; Agustín Millares ya lo adelantaba en 1949: ¡ningún pájaro vuela donde el aire no existe!».
En 'La Inmortalidad' de Antonio Tabares descubrimos la importancia de la camaradería, el arrebato ventajoso de mantener vivo un ideal común. Mientras inventábamos en 1976 la nueva democracia, una nueva república de las ideas, las letras y la convivencia se debatía en las aulas universitarias, en los pisos de estudiantes, en las calles y bares aledaños de La Laguna. ¡Menudo esfuerzo, qué gigantesco experimento democrático para aquellos jóvenes idealistas y soñadores, pero qué provechoso vivir con intensidad y pasión los ideales del cambio!
La otra noche Delirium Teatro nos llevó al delirio del reencuentro, a la ovación sincera, no al aplauso convencional. Nos estábamos aplaudiendo a nosotros mismos y este es el gran mérito de esta obra teatral, incluso para aquellos que no vivieron estos importantes acontecimientos en la isla interior de nuestro archipiélago. La Inmortalidad de un sueño compartido, la Inmortalidad de una Utopía que no cesa, como la buena poesía que nos eleva.
Mantengamos viva la memoria, la ciudad donde habita nuestro único destino, una ciudad construida para la Libertad entre todos y todas, pese a la represión, la persecución y el asesinato impune y premeditado. Ese sigue siendo nuestro Delirium, la inmortalidad de nuestra quimera: ningún pájaro vuela donde el aire no existe. Pasen y vean.
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