Cómo reducir la huella de carbono a través del proceso de diseño
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Una semana sin electricidad...
Dicen que uno no valora lo que tiene hasta que lo pierde, y quizá por la gran verdad que encierra el refrán, en las horas previas al inicio de esta semana sin electricidad mi cuerpo experimenta algunas reacciones inusuales, como temblores, espasmos y alzamiento continuado de cejas. Si lo pienso, prácticamente todo lo que hago a lo largo del día precisa del uso de luz; incluso la lectura en la cama antes de dormir requiere la concurrencia de una lamparita en la mesilla. Para hacer remitir los extraños síntomas, opto como única solución por no pensarlo, dejarme llevar y vivir los próximos días partido a partido, como haría Diego Pablo Simeone en la misma situación.
Trato de convencerme, eso sí, de la importancia de la prueba, toda vez que, según Naciones Unidas, la electricidad para iluminación representa el 6% de las emisiones de CO2 en todo el mundo. De acuerdo con la Agencia Internacional de la Energía, aproximadamente el 3% de la demanda mundial de petróleo puede atribuirse a la iluminación. “El ahorro de energía es imprescindible en la lucha contra el cambio climático y la reducción de la dependencia energética”, dice la Unión Europea. En el caso de la energía eléctrica, es necesaria para la iluminación, cocinar (a menos que tengas una cocina de gas), conservar alimentos, activar el lavavajillas, lavar la ropa, teletrabajar, cargar el móvil, ver películas en la tele, escuchar música… Al enumerar estas sencillas tareas cotidianas noto cómo las cejas vuelven a hacer de las suyas, por lo que, sin más dilación, me encomiendo a Santa Bárbara, que vienen truenos.
Día 1: Iluminación en casa
Tras un largo periplo por todos los rincones de mi casa, descubro que solamente hay un enchufe al que no hay nada conectado. Antes de recolocar cada mueble en su sitio, lo cual me retrotrae al aciago día que hice la mudanza, desconecto todos excepto uno: el que surte de energía al frigorífico. Guardo ahí unos valiosos tuppers con albóndigas que me dio mi madre y que sería una pena echar a perder. Tengo bombillas Led, de las que se dice que ahorran un 40% de energía, lo cual me anima de cara a la noche, pues ya estaba pensando en alumbrarme con velas, como en la Edad Media.
Día 1 ¼: Ordenador
Recuerdo que tengo que escribir estas líneas y para ello debo enchufar el ordenador (durante unos minutos le hice ojitos a la vieja Olivetti que me compraron mis padres cuando cumplí 12 años, pero algo me dice que la recepción de unos folios mecanografiados no sería del agrado de quien espera el texto). Por suerte, leo en un estudio de la Universidad de Oxford que si bien un ordenador de sobremesa como el mío emite alrededor de 116,7 kg de CO2 al año, su impacto puede compensarse en la cocina, hirviendo solo el agua estrictamente necesaria para prepararme los espaguetis. Lo cual me reconcilia conmigo mismo y con el mundo.
Lava la ropa a 30º C
Así puedes ahorrar hasta un 60% de energía. Y procura llenar el tambor para no tener que lavar dos veces.
Cocina con agua
calentada previamente
Las vitrocerámicas tardan más en calentarla, lo que eleva el consumo eléctrico. Hiérvela antes en el microondas o, mejor, abre el grifo de agua caliente si funcionas con gas natural.
Minimiza la
función ‘stand-by’
Constituye el 10% del consumo de energía de los hogares.
Día 2: Cocinar
Ayer comí fuera, pero hoy debo encender mi placa vitrocerámica, menos eficiente que las de inducción o gas, según Frontier Energy. Podría alimentarme esta semana de rábanos crudos, pero me rebelo ante esa flagrante traición a raza humana, que aprendió a cocinar alimentos para diferenciarse de otros animales. Uno de los problemas de las vitros es que tardan bastante en calentar el agua, pero doy por buena la alternativa de IDAE de verter en la olla el agua que previamente se ha calentado en el microondas; que también consume electricidad, pero menos, al hacerlo más rápidamente. Elijo un recipiente cuyo diámetro se ajusta a de la zona de cocción, para que el calor no se desperdicie; y, en última instancia, apago la vitro un par de minutos antes para que la pasta termine de cocerse con el calor residual.
Día 3: El móvil
Confiaba seriamente en que la carga de batería de mi móvil durase por lo menos tres meses, pero no ha sido así, y me veo obligado a conectarlo a la red para resucitarlo. Me consuela saber que, según el Laboratorio Nacional Lawrence Berkley, la carga del teléfono me cuesta 50 céntimos al año, solo consume 0,2 watios y dejar el cargador enchufado (ese consumo que llaman “vampiro”) aumenta la cifra solo en 15 céntimos. Eso sí, descubro que existen cargadores solares, de los que no dispongo y que desde aquí me comprometo a adquirir más pronto que tarde.
Día 4: Lavadora
Por un instante sopeso lavar la ropa sucia a mano, pero para ello necesitaría dos cosas: una tabla, que creo que hoy solo venden en tiendas de instrumentos musicales para aficionados al folk, y un río, o una fuente, de los que no dispongo y donde realizar la operación intuyo me causaría algún disgusto con la autoridad local. No me queda más remedio que recurrir a la lavadora, aunque con mesura. De entrada, rebajo la temperatura del agua, porque como sostiene un informe de OCU, lavando a 30º C o menos se puede ahorrar hasta un 60% de energía. Procuro, además, llenar el tambor, lo suficiente como para no repartir la colada en dos lavados y no tanto como para que el jabón no fluya entre la ropa y esta salga igual que entró.
Día 5: Lavavajillas
Confieso que siento cierta antipatía por este artilugio que si bien evita el engorro de fregar a mano, te somete a una rigorosa coreografía tanto para introducir platos como para sacarlos dañina para mi espalda. El 90% de la energía que utiliza este electrodoméstico se destina a calentar el agua, afirman en Ecologistas en Acción. La temperatura que alcanza puede ir de los 50º a los 65º grados, pero ocurre que si la caldera externa ya está elevando la temperatura del agua, podemos estar calentándola dos veces. El dato dirige mi atención hacia la caldera, de gas natural. Y me digo: “Si friego a mano, estaré utilizando agua caliente procedente de la caldera y, por tanto, renunciando por completo al uso de electricidad”. Supero esta prueba y percibo cómo aumentan mis niveles de serotonina, hormona de la felicidad.
Días 6 y 7: Esparcimiento casero
Llega el fin de semana, momento idóneo para poner en práctica aquello de “sofá, peli y mantita”. Pero hete aquí que según IEA, las emisiones de CO2 de 30 minutos de Netflix son las mismas que conducir unos seis kilómetros. Elimino la peli de la ecuación sin demasiado trauma, acordándome de que hasta hace unos años estas plataformas no existían. Me ahorro así el tener que enchufar el televisor, que ni siquiera había puesto en modo stand-by, opción que representa el 10% del consumo de electricidad de los hogares según la Agencia Internacional de Energía (AIE). Arrellanado en el sofá, arrebujado bajo la manta, cambio el cine por un libro, por lo menos hasta que oscurezca, momento en que si quiero seguir leyendo habré de echar mano de esa linterna frontal, como de espeleólogo, a pilas, que un día compré no sé por qué y guardo celosamente en el trastero.
Conclusión
A modo de respuesta a la pregunta planteada a principio: no. No he podido vivir una semana sin luz ni móvil; aunque sí sin Netflix. Sí que he reducido considerablemente el consumo de energía en casa, tomando algunas simples precauciones sobre todo en la cocina, haciendo un uso más eficiente de la vitrocerámica y la lavadora. Aunque no merezco un diez, creo que me he ganado el aprobado. Y reitero mi promesa de comprar un cargador solar para el móvil.
MIGUEL ÁNGEL BARBEÑO Conclusiones