Es posible que términos como Fondos de inversión, ETFs, gestión activa o gestión pasiva, nos evoquen a la vibrante industria financiera de Wall Street. A un mundo conectado y dominado por la ingeniería financiera cuyas raíces podemos situar en los últimos años del siglo XX.

Sin embargo, esta industria lleva con nosotros mucho más tiempo. A finales del siglo XVIII, en el año 1774, un broker holandés, Abraham van Ketwich, lanzó al mercado el primer fondo de inversión de la historia. El fondo tenía como objetivo permitir que los pequeños inversores accedieron a una cesta diversificada a bajo coste.

Para lograrlo la cartera del fondo estaba compuesta por bonos emitidos por 50 instituciones diferentes. Instituciones como el Servicio Postal de Sajonia, los Canales Reales de España o el gobierno de las Antillas Danesas, entre otras.

Hoy, casi 250 años después, la gestión de activos se ha convertido en un pilar esencial de la industria financiera global. Según las estimaciones hechas públicas por el Boston Consulting Group hablamos de más de 100 billones de dólares en activos bajo gestión. Esto equivale a 83 veces el PIB de la economía española.

Dentro del sector podemos encontrar dos grandes metodologías de inversión: la gestión activa y la gestión pasiva. La gestión activa trata de batir a los índices mediante una gestión dinámica de la cartera, buscando la generación de “alfa”, esto es, un exceso de retorno sobre el índice de referencia. Para lograrlo, el gestor decide libremente cuál quiere que sea la composición de la cartera, por supuesto, respetando siempre los límites establecidos en la política de inversión del fondo.

La gestión pasiva por contra se limita a seguir unas reglas predeterminadas, es decir no existe un gestor con libertad de acción como tal. Lo más común es que estos productos tengan como regla replicar un determinado índice como, por ejemplo, el S&P 500, el IBEX 35, el FTSE 100, etcétera.