Es una crisis de Estado, una tragedia nacional. Se inicia una nueva dimensión política, nada será como fue y tan solo la intensidad del pulso que mantendrá el independentismo ante Madrid en los próximos días (desobediencia civil) será la que determinará el éxito o fracaso. A mayor movilización social, exclusivamente soberanista se entiende, más difícil lo tendrá el Estado de Derecho. En muy poco tiempo el orden constitucional de 1978 ha recibido un cuestionamiento feroz del que está por ver que salga igual. No concurre un centrismo al estilo de UCD. Y Podemos no es el PCE de la Transición, por lo que Pablo Iglesias no repetirá el sacrificio (aceptación de la monarquía y de la bandera) que hizo en su momento Santiago Carrillo. Digo esto porque la evolución de los acontecimientos deberían llevar primero a esas elecciones autonómicas ya anunciadas por Mariano Rajoy, luego unos comicios generales que permitan al país expresarse tras todo lo ocurrido y, en última instancia, una reforma constitucional que otorgue aliento al sistema del 78.
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Es un instante de festividad para los independentistas que tienen en Carles Puigdemont a su héroe (y puede que mártir si es encarcelado) y de enorme pena para el resto que no acaba de interiorizar cómo en tan estrecho intervalo la estabilidad ha sido zarandeada primero por la crisis económica y después por la tensión territorial. De ahí, la importancia de qué pase con las banderas en las instituciones catalanas. Ahora prima las emociones, muy variadas, pero todas prestas a ser mecha fácil del frentismo y la inquina política. Nada bueno en aras de la convivencia.
Vamos abocados al enquistamiento burócrata, a una Guerra de Vietnam donde la resistencia de unos y la desmesura de otros pueden hacer que este conflicto dinamite la democracia constitucional del 78. Esto no va a ser un paseo por el parque de técnicos que dan órdenes desde Madrid y son apaciblemente llevadas a cabo en Cataluña. La desobediencia civil puede ser tan pacífica como activa y, por lo tanto, eficaz. Por lo que mejor será desterrar los aventurismos gloriosos por los que La Moncloa tendrá una receta fácil para lo que sobreviene.
La trascendencia de lo vivido ayer con la proclamación de la independencia de Cataluña solo es equiparable al 23F desde que irrumpiese la democracia. Sabemos cómo entramos con la aplicación del artículo 155 de la Constitución pero desconocemos por completo cómo saldremos de esta como sociedad. Por su lado, otro tanto le sucederá a los diversos partidos políticos. Porque supone, en suma, volver a empezar cuando antes o después recobremos la normalidad. Aunque esta, en frío, se atisbe más lejana de lo que creemos. Restaurar el imperio de la ley será ingrato.
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