El problema para una democracia empieza cuando tu ciudadanía no te reconoce, cuando no se siente parte de ese proyecto común. A una dictadura le es igual mientras pueda emplear (y vaya que si lo emplea) el uso de la fuerza. En Venezuela, que es una democracia tan solo formal, pues el chavismo utiliza las instituciones para su fin revolucionario, van camino de una guerra civil. Cada vez la sociedad está más dividida, más enrabietada. Y, por ahora, no se observa un desenlace pacificador. El régimen no cede. La oposición no aguanta más esta situación.
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Salvando las distancias, que son muchas, en España a nuestra democracia le ocurre algo similar. Hace unos días veíamos imágenes de los expresidentes del Gobierno (Felipe González, José María Aznar y José Luis Rodríguez Zapatero) en un foro en el que alegremente intercambiaban opiniones. El reflejo en sí es positivo: políticos que han sido jefes del Ejecutivo son capaces de debatir desde la distancia con independencia de su ideología. Es sano, muy sano. Pero al verlos hay algo que no cuadra para parte de la ciudadanía. Y esto es lo sintomático. Es decir, hay segmentos sociales que ya no se reconocen con la Transición. Porque si no comulgas con lo que ha supuesto estas décadas de bipartidismo tampoco lo haces con el sistema constitucional de 1978. Y aquí es donde comienzan las rupturas.
Puede que sea un 20% o un 30% de la población. O directamente el porcentaje de voto que logra Podemos que es precisamente la fuerza que alimenta el discurso de revisión o de pura ruptura con 1978. Hay profundas líneas de discrepancia actualmente que no aseguran una continuidad (y reconocimiento) de la democracia representativa que nos ha asistido desde entonces.
Y estos efectos políticos provienen de un rechazo, indignación y menoscabo social fruto de la Gran Recesión de 2008 y el reparto desigual de los sacrificios. En muy poco tiempo hemos pasado del esplendor insuflado de las clases medias (burbuja inmobiliaria y crédito fácil) a una crisis que ha empobrecido más a unos que a otros. En cierta medida, los votantes de Podemos (con su legitimización y sus razones) ponen en evidencia que concurre hoy por hoy una fractura en la sociedad que la incipiente recuperación económica no endereza en cuanto que la desigualdad crece y los puestos de trabajo que se generan no son capaces de nutrir unas razonables expectativas intergeneracionales. El diagnóstico es tan nítido como provocador pues no facilita que todos se sientan integrados en el sistema ungido desde 1978. Este tiempo de espera puede dilatarse en aras de dilucidar si se recompone o da paso a otro ciclo. Mientras tanto toca convivir con este desgarro (emocional y político) que no se antoja sencillo.
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