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Kraus y la máquina de la china

Lunes, 20 de julio 2020, 12:16

Cuando reasfaltaron la carretera que pasaba por su pueblo, la llegada de aquella parafernalia era como un circo: camiones, artilugios para hervir el alquitrán y un montón de obreros que parecían sacerdotes que adoraban a la reina de la función: la soberana, indestructible y gigantesca apisonadora, la fastuosa máquina de la china, que estaba conducida por Rivero un hombre mayor, con apariencia de solitario, y cuando los camiones se llevaban a los obreros, él se quedaba en una caseta con ruedas, guardando los materiales y la herramienta.

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Al anochecer, aquel niño y su camarilla de curiosos impúberes se acercaban a contemplar aquella deidad metálica, símbolo del progreso, que entonces permanecía quieta y silenciosa. Desde la caseta, Rivero los miraba entre la desconfianza y la ternura, y cuando vio que media docena de chiquillos nada podrían contra la monumental apisonadora, los llamó e hizo que se sentasen cerca de la puerta de la caseta, donde ardía un infiernillo de petróleo en el que él calentaba su tempranera cena. Había sacado un tocadiscos que funcionaba con pilas, que era una novedad maravillosa de la tecnología portátil, porque hasta entonces los nuevos discos microsurcos de vinilo tenían que ser escuchados en enormes gramolas de alta fidelidad que tenían apariencia de armario.

El aparato nuevo, una maleta, comenzó a hacer girar su círculo recubierto de goma negra con un pequeño disco que contenía una canción por cada cara (entonces aún no existían los LPs), y del altavoz comenzó a salir una voz singular que rompía todos los rumores del atardecer. Era la voz de Alfredo Kraus cantando Sombra del Nublo, pues aquel amante de la lírica debió pensar que nos acercaríamos mejor a la belleza de una voz tan sublime si esta cantaba una canción que con toda seguridad habríamos escuchado anteriormente, pues era frecuente entonces que se oyese por la radio en las voces de María Mérida o Mary Sánchez.

Como el alquitranado de la carretera avanzaba, cada día había que ir doscientos, trescientos metros, o medio kilómetro más allá dependía de cómo fuera la jornada para que Rivero pusiera a funcionar el tocadiscos. Y en aquellas semanas los hizo escuchar todos los discos que tenía, siempre de Alfredo Kraus, que entonces era un tenor de reciente fama mundial, pues había debutado en 1956 en El Cairo, cantando Aida en los actos del centenario del canal de Suez, y se consagró definitivamente tres años después, cuando cantó La Traviatta junto a María Callas en el teatro San Carlos de Lisboa. Entonces, la irrepetible diva de la ópera, ya casi al final de su carrera, le dijo a Kraus: «Qué lástima, ha llegado usted demasiado tarde para mí». Esta frase da idea del valor que la cantante daba a la gran voz de nuestro paisano, una joya que sólo se cruzó con ella cuando ya no quedaba tiempo para hacer una gran carrera juntos.

Cuando la apisonadora dormía ya demasiado lejos, dejaron de escuchar el tocadiscos de Rivero, que para los chiquillos ponía discos de «música de iglesia», pero se les quedó grabada a fuego la voz de Alfredo Kraus, haciendo del Duca, de Rigoletto, de Werther, del Alfredo el protagonista de La Traviatta, o cantando las romanzas de nuestra zarzuela menos sainetesca: La Dolorosa, Doña Francisquita, La tabernera del puerto, Los gavilanes. La voz de Kraus lo envolvía todo en aquellos atardeceres, mientras los niños escuchaban subidos al trono del progreso que era la máquina de la china. El guardián de la apisonadora les dijo que nunca podría escuchar a Alfredo Kraus en persona, porque decía que siempre cantaba en ciudades muy lejanas, y si alguna vez lo hacía en Las Palmas de Gran Canaria él no asistiría porque no podría pagar la entrada ni comprarse la ropa adecuada. Tenía un sueño imposible que mitigaba escuchando los discos de Kraus, y así abrió a aquellos niños un camino que luego cada uno recorrió a su manera.

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Durante años, siempre que aquel niño escuchaba cantar a Alfredo Kraus se veía sentado a los mandos de una apisonadora detenida, mientras un conductor iletrado le abría la puerta grande de la música. Nunca tuvo ocasión de oír cantar a Kraus en directo, y esperaba que un año cualquiera cantase en el Festival de Ópera de Las Palmas para poder hacer realidad el sueño de Rivero, que era su propio sueño.

No había manera de que coincidieran los viajes y las fechas para oír cantar a Kraus en directo. Lo trató muchas veces, pero parecía que el destino impedía que lo viese sobre un escenario. Se acordaba de Rivero, cuando tenía delante al gran Alfredo Kraus, ante el niño que lo había escuchado por primera vez sentado a los mandos de la máquina de la china. Se aventuraba a pensar en lo que habría sentido aquel conductor de apisonadora al tener ante él a un Kraus erguido como un Duque de Mantua poderoso, chispeante como un Romeo sin edad. Por fin, pudo oírlo cantar en directo, en una ciudad lejana donde lo vitoreaban en alemán.

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Pero siguió sin poder escucharlo en Gran Canaria. Aquel niño quiso cumplir su sueño, y sacó una entrada para un Réquiem de Verdi. Kraus estaba en el cartel, pero al final no pudo acudir porque ya la muerte empezaba rondarlo. El niño de la apisonadora cumplió por fin su sueño y el de Rivero cuando escuchó al tenor cantar en el teatro Pérez Galdós, y luego en un recital en el auditorio que lleva su nombre. Seguía siendo Kraus, lo fue hasta el final, con la misma fuerza, la misma perfección con que cantó La Dolorosa y Sombra del Nublo en el tocadiscos de Rivero.

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