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Entre mito y realidad

Javier Moreno

Lunes, 20 de julio 2020, 12:16

No haber visto nunca a Alfredo Kraus sobre un escenario, cual es mi caso, tiene incontables ventajas. Una de ellas es la posibilidad de observar, desde lejos, cómo se ha ido construyendo el mito a base del acúmulo de anécdotas contadas por otros o de relatos sacados de aquí y allá. Otra es la de poder ubicarse en la posición del grancanario medio, aquel que tampoco vio nunca cantar en vivo a Kraus y que lo conoce de oídas, por el nombre del auditorio y por el monumento al final de la avenida de Las Canteras.

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Para esas personas, Kraus es el «portento de la naturaleza», la «voz de Dios» o «la música misma», etiquetas con las que el aficionado bienintencionado pone de relieve la figura del artista conforme con los esquemas al uso que vienen siendo aplicados, invariablemente, a cuanto artista destaca sobre el escenario. Lo positivo del mito es que realza la dimensión metafísica del personaje sobre la que se aplica. Lo negativo, que oculta la dimensión de la persona. De esta forma, el mito de Kraus sobrevive solo a costa de la persona. Y tengo por seguro que Alfredo Kraus tiene más interés que su mito. No en vano, el mito siempre lo construye la visión que los otros tienen del personaje obedeciendo a sus propios intereses y prejuicios, mientras que la persona se construye, poco más o menos, a sí misma.

Si en algún lugar se observa mejor esta tensión entre mito y realidad es en la larga entrevista que Alfredo Kraus concedió a Francis Lacombrade y que publicó el Cabildo de Gran Canaria en 1997 con el ya sugerente título de Confidencias para una leyenda. El volumen es un tira y afloja entre el entrevistador, empeñado en subir al artista a los altares, y el entrevistado, empeñado precisamente en bajarse de ellos. Lacombrade quiere conocer a «la persona» y Kraus le contesta que «no encontrará usted en mi vida nada interesante». Lacombrade busca en los genes de Kraus el origen del artista, mientras que el artista jura que en su familia nadie cantó nunca ópera sino «canciones de moda». Lacombrade busca al mito a tiempo completo y se encuentra enfrente al profesional que solo actúa cuando sube al escenario.

Lacombrade quiere confidencias (para dar sentido al título), mientras Kraus le contesta: «Una costumbre que a veces me irrita de los admiradores: su deseo de que me entregue a las confidencias».

Para el constructor de mitos en vida, el artista sólo adquiere sentido cuando lo es «para alejarse de la normalidad». Pero Kraus, el ciudadano corriente que pasea por la calle de Triana fijándose en las chicas, le responde: «¡No, la verdad que no!». El artista, que de joven quería estudiar la carrera diplomática, ni siquiera había leído en la mocedad Las penas del joven Werther, pecado mortal para el alma trascendente. Por eso, en el momento más agobiante de la entrevista, Kraus tiene que lanzar un solemne: «¡Lamento mucho decepcionarle!».

Pero el caso es que el Alfredo Kraus de la entrevista no solo no decepciona, sino que además resulta admirable por su naturalidad de artesano. Su secreto es el respeto por los viejos valores ilustrados del trabajo y la técnica, con escaso interés por ajustarse al relato que el Romanticismo diseñó para la metafísica del artista. En Kraus no hay inspiración, no hay llamada de Dios. Ni siquiera hay religión.

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Cómo el Romanticismo sustituyó al artesano, cuya motivación básica era lograr un trabajo bien hecho por la simple satisfacción de conseguirlo, por el artista asceta ha sido estudiado por el sociólogo Richard Sennett, en su última entrega, titulada, precisamente, El artesano. Al poner énfasis sobre el Kraus romántico, perdemos al artesano ilustrado. Al destacar su capacidad de evocar la emoción, perdemos su talento para estimular la inteligencia. En una tierra como la canaria, en la que de un tiempo a esta parte prima el culto a un individualismo mal entendido, el ejemplo de Alfredo Kraus como persona real nos hubiese venido muchísimo mejor que el mito ascético. Al menos así nos hubiésemos vacunado contra todas esas operaciones triunfo que tratan de descubrir, a golpe de marketing, al artista que todos llevamos dentro. Ninguna de esas modalidades hubiesen servido para quien consideró siempre que otros cantantes tenían voces más bellas y estaban, en general, dotados de mejores cualidades naturales. Kraus lo confió todo al trabajo metódico, al estudio razonado y a vendarse los oídos ante los cantos de sirena de la corte de aduladores.

De haber seguido este ejemplo, tal vez algunos jóvenes artistas canarios habrían podido gozar de mejores oportunidades, en vez de quedar condenados a demostrar por sí solos y sin ayuda su «propio talento». Aún son hoy mayoría los canarios que, por el culto al talento natural del artista, se ven obligados a buscarse la vida fuera de nuestras fronteras. Mejor nos habría ido si hubiésemos creado las infraestructuras educativas que permitieran a los jóvenes artistas aprender toda la técnica necesaria sin salir de su isla y, solo entonces, dar oportunidad a que se expresara ese «talento natural» si es que existe. Resulta paradójico que en la tierra de Alfredo Kraus se sigan importando medianías extranjeras, mientras que su filosofía se haya entendido mejor en un país tan lejano como Corea, que se ha decidido por invertir en infraestructuras y educación musical.

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Con el Kraus real, que se negó a acceder por medio de favores al escenario de La Scala de Milán, también habríamos estado mejor vacunados contra el virus de la cultura del pelotazo. De haber comprendido esto, más que una estatua o el nombre de un auditorio, hubiésemos sacado mayor partido creando una Escuela de Negocios Alfredo Kraus. Tal vez así, nuestros jóvenes emprendedores, que sueñan con que un intrépido inversor foráneo les facilite el dinero para saltar a la fama, sabrían que para hacer negocio lo primero que hay que hacer es arriesgar, estudiar y trabajar. Cuando ya se ha consumado el triunfo de Alfredo Kraus como artista, permitámonos ahora que triunfe el ejemplo de la persona.

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