Entre la tradición y la modernidad
Arturo Reverter
Lunes, 20 de julio 2020, 12:16
Se cumplen 10 años de la desaparición de Alfredo Kraus, una de las glorias artísticas de las Islas Canarias. Dos lustros que han pasado deprisa, pero que para los buenos aficionados han transcurrido a la velocidad del cangrejo. Un canto como el del tenor de Las Palmas de Gran Canaria no se olvida fácilmente dada su pureza, su rigor, su limpidez, apoyado en las reglas áureas impuestas por la más rancia tradición, a la que él supo enriquecer y modernizar. Hoy trataremos de su significación musical, de su importancia artística, de su impronta.
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En el vocablo moderno está uno de los puntos esenciales de su estilo. Porque la forma de cantar de Kraus, intransferible, particular, peculiarísima, se centraba en la utilización práctica y funcional de una serie de postulados que parecen irrenunciables para cualquier cantante, pero que, en él, luego de dominados, sonaban a nuevo. Conectado con el pasado para lo esencial, era siempre capaz de expresar, decir, frasear, interpretar con un aire de estos días. No gustaba de adornarse con sonidos aflautados o en falsete: para él la emisión debía ser en todo momento a plena voz o, en su caso, a media voz, proyectada como una flecha hacia un agudo firme, seguro, penetrante. La forma de atacar, precisa, rotunda, los sonidos, esa manera de acentuar, nítida, clara, la técnica para articular, con una exactitud de orfebre, o la minuciosidad para pronunciar y para respetar la prosodia de los vocablos conformaban la espina dorsal de su arte exquisito. Una forma de servirse de las técnicas nacidas a principios y mediados del XIX que buscaban la sonoridad combinada con el aliento.
Lo raro, y al tiempo lo destacable, lo meritorio, lo realmente revolucionario de don Alfredo fue cómo supo, de una manera efectiva, elegante, musical, actual, romper con las impuras tendencias de un verismo rampante e instalar la verdad del canto tradicional, el buen canto, restaurar sus bases prístinas y hacerlas suyas. Fue, por tanto, un rupturista, un creador, un francotirador, un valiente, un indomeñable, un muy honesto y honradísimo trabajador de la materia vocal; de la talla, en este aspecto, de la que tenía un cantante al que él admiraba de forma especial, muy diferente en todo caso: Miguel Fleta, cuya técnica, tan de natura, hacía prodigios a través de una voz impresionante, única en algunos puntos, y de la utilización de efectos y efectismos, falsetes y demoras incluidos, de los que, eso sí, Kraus era poco amigo; bien que no estuviera dispuesto a renunciar al lucimiento y que no buscara éste, por ejemplo, a través de la ubicación, no en todo momento santa y rigurosa, de sobreagudos; que, de todas formas, han sido durante siglos, una de las sales y de las gracias del canto.
Cualquier estudio mínimamente serio de la personalidad de Kraus ha de partir por ello de estas premisas, englobadas en el reconocimiento de que fue un artista creador por excelencia, que se sirvió de unas bases de irreprochable rigor para acercarnos, en la segunda mitad del siglo XX, a lo largo de más de cuarenta años, el canto más esbelto, acrisolado, limpio y puro. Un ejemplo a seguir
He ahí el gran valor de su actividad; un ejemplo a seguir. Hemos de estarle por siempre agradecidos por haber desempeñado esa misión que nos permitió conocer, en directo o en grabación, la verdad del canto más bello, la verdad del bel canto; desde principios no reñidos con la modernidad. Asimilar lo rancio, lo tradicional, lo antiguo pero valioso, a lo actual, lo serio, lo vigoroso, lo claro y preciso; aunar las reglas clásicas con las derivadas del paso de los siglos fue su gran aportación a la historia de la música. Por estas razones no nos duelen prendas para situar a Alfredo Kraus en la misma línea de su lejano antecesor Manuel García, el tenor, maestro y compositor sevillano, una de las indiscutibles figuras de la transición del siglo XVIII al XIX, cuyos presupuestos técnicos y expresivos en tantos puntos defendió nuestro cantante.
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Todo el vigor de la vocalidad española heredada de la práctica de los tradicionales actores de cantado unida a las teorías derivadas del más estricto belcantismo, que García había aprehendido de Ansani, antiguo discípulo de Porpora, fundador de la escuela napolitana, fue en cierto modo a desembocar en un intérprete como Kraus; que así, a través de sus recreaciones y de sus enseñanzas, nos lo hizo llegar.
Por lo dicho, queda claro que Kraus era un intérprete que servía puntual y fielmente los presupuestos del belcantismo más puro, que soldaba además los históricos tres registros, pecho, central y de cabeza aunque para él no existiera el llamado paso o pasaje de la voz, lo cual no quiere decir que, de una forma o de otra, no resolviera ese problema a su manera, que brillaba en la zona alta con mil luces. En este sentido, era un directo heredero, a muchos años vista, de los tenores románticos, como Rubini, como Mario, como Fraschini, como Gayarre o Massini, que actuaban sobre un precipitado de métodos estrictamente belcantistas y, sobre todo los dos últimos, de mecanismos que conducían a la voz por otros vericuetos, con directo empleo de las resonancias superiores senos nasales, frontales, maxilares, en busca ya de nuevas formas de expresión, que alcanzarían su cenit, tras Donizetti y Bellini, en Verdi. Un color personalísimo
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Es cierto que la voz de Kraus no era de las mejores del siglo. Otras han poseído un timbre más bello, más carnoso, más denso y generoso. La del grancanario tenía en todo caso una vibración muy peculiar, un color personalísimo y un metal cuajado de intensos y punzantes armónicos. Circulaba con una libertad pasmosa y campaneaba hacia lo alto con una insolencia esplendorosa. Todavía nos parece estar escuchando esa fuente sonora, ese manantial envolvente, capaz, en virtud de ese canto medido, sereno, señorial y elegante, de emocionarnos y de elevarnos a las alturas del arte más puro. Siempre habrá que luchar contra los que lo tachaban de frío. Basta escuchar cualquiera de sus grabaciones de Werther, un personaje romántico de Massenet en el que hizo carne y que en su interpretación adquiría unos grados insólitos de desesperación. Lo que sucedía era que el tenor expresaba desde lo más hondo sin dejar de respetar las reglas áureas del canto más puro. Sin sollozos, sin excesos.
Alfredo Kraus era probablemente el único que, hoy por hoy, podía dar lo que piden determinados personajes de ópera italiana y de zarzuela u ópera española: piénsese en Fernando Soler y en Jorge y el que servía con una probidad absoluta las demandas de la partitura, aunque se adornara con inesperados sobreagudos; que cantaba siempre con la máxima honradez, sin bajarse de tono ni una nota ni hurtar las habitualmente amputadas cabalettas. Una honradez que brillaba asimismo en sus prestaciones profesionales rara vez suspendía una función y que mantuvo hasta el final de sus días.
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